En el escenario siempre cabe la tragedia o la farsa, pero cuando ambas se cruzan en una coreografía disonante, el resultado puede ser un espectáculo que trasciende lo grotesco. El anuncio de que los Village People actuarán en la ceremonia de investidura de Donald Trump como 47º presidente de los Estados Unidos, en enero de 2025, reúne todos los elementos de esta tragedia disfrazada de comedia. Una noticia que no solo desata la indignación de la comunidad LGBTIQ+, sino que también coloca bajo los reflectores la eterna paradoja del poder del espectáculo: el cómo la música, una vez nacida como símbolo de subversión, puede ser cooptada para cualquier causa, incluso las más ajenas a su espíritu inicial.
YMCA, aquel himno que alguna vez iluminó pistas de baile como un grito de libertad, hoy ondea en los mítines de Trump como si nunca hubiera sido un refugio, un código secreto, un lugar seguro para los desheredados de la moral tradicional. El presidente electo, con sus pasos torpes de baile y su sonrisa ladeada, ha hecho de esa melodía su carta de presentación, un guiño irónico a los tiempos en que ser gay era un acto de resistencia.
Pero la ironía no se detiene ahí: Victor Willis, líder del grupo, justifica esta extraña boda entre el kitsch y el conservadurismo con un argumento que resuena a la vez pragmático y cínico. "YMCA ha resucitado en las listas gracias a Trump", asegura Willis, mientras los millones acumulados por la canción en los últimos años callan cualquier reparo moral que pudiera haber tenido en 2020, cuando pidió al entonces presidente que dejara de usar sus temas.
Un himno fuera de contexto
Trump, un hombre para quien la verdad siempre ha sido maleable, encontró en YMCA algo que probablemente ni Willis ni sus compañeros imaginaron cuando la canción fue compuesta. Lo que nació como una celebración de la camaradería, del escape y la alegría en los márgenes de una sociedad represiva, se convirtió en el estandarte de un líder que representa, para muchos, todo lo contrario. En el universo de Trump, YMCA dejó de ser una celebración de la diversidad para convertirse en un truco populista, una melodía pegajosa que sirve para calentar a las masas antes de un discurso lleno de promesas improbables y bravuconadas nostálgicas.
Los Village People, que se presentaban como una caricatura autoconsciente de estereotipos masculinos, hoy se ven envueltos en una paradoja que raya en el esperpento. ¿Cómo explicar que una canción asociada con la liberación sexual y la reivindicación identitaria termine siendo el telón de fondo de un hombre cuyas políticas y retórica han alienado a las mismas comunidades que YMCA representaba? Willis lo intenta con frases que suenan más a excusa que a argumento: "La música debe interpretarse sin política", dice. Pero el contexto es ineludible, y las canciones, como los símbolos, no son inmunes a las manos que las empuñan.
Entre la nostalgia y el pragmatismo
La comunidad LGBTIQ+ ha reaccionado con furia, calificando al grupo de "traidores". Y quizá no les falte razón. El pragmatismo financiero de Willis, quien celebra los millones recaudados gracias al uso de la canción por parte de Trump, choca frontalmente con el espíritu de unidad y resistencia que YMCA representaba. Pero más allá de las cifras y los reproches, este episodio refleja una dinámica más profunda: la capacidad del poder de absorber y neutralizar aquello que alguna vez lo desafiaba.
En este sentido, el caso de los Village People no es único. Los símbolos, una vez arrancados de su contexto original, se convierten en herramientas flexibles que pueden ser usadas tanto para la subversión como para la consolidación del poder. Lo que hace apenas unos años era un himno gay hoy es una banda sonora para los actos de un presidente que, con su retórica divisiva y sus políticas conservadoras, encarna precisamente aquello contra lo que esa canción parecía rebelarse.
El espectáculo del poder
El próximo 20 de enero, mientras Village People interprete YMCA en el escenario de la toma de posesión de Trump, la ceremonia será un recordatorio de cómo la política y el espectáculo se entrelazan en una danza grotesca. En el fondo, no se tratará solo de una canción ni de un grupo musical. Será, más bien, una representación teatral del poder que se apropia de todo, incluso de lo que alguna vez se le opuso.
Quizá Trump, en su torpe manera de entender el arte y la cultura, haya encontrado en YMCA algo que ni siquiera sus creadores comprendieron del todo: una melodía universal, capaz de seducir tanto a los marginados como a los poderosos. En esa capacidad para transcender sus propios orígenes está el germen de su tragedia y su grandeza.
Mientras los asistentes bailen y coreen la letra con entusiasmo, la pregunta quedará flotando en el aire: ¿Qué queda del espíritu original de una canción cuando el contexto la transforma? La respuesta, como siempre, dependerá del ojo que mire. Porque en esta coreografía de intereses, donde la nostalgia, el pragmatismo y la política se cruzan, la música no tiene la última palabra. La tiene el poder.
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