En esta partida de ajedrez que dura más de lo que nadie quisiera, el rey emérito demanda a su amante y Corinna mueve ficha. Y vende la casa. Porque hay derrotas que se camuflan de mudanza. Y porque, al final, el único trono que permanece es el de quien aprende a perder con estilo.
El silencio que habita en los grandes salones de una mansión inglesa es distinto del que late en las ruinas del corazón. Hay un tipo de soledad que se desliza entre las cortinas pesadas de terciopelo, se sienta en las butacas de orejas altas y contempla con hastío los cuadros de antepasados sin nombre. Ese es el clima en el que ahora se mueve Corinna Larsen, la mujer que un día fue amante de un rey y que hoy, al parecer, ya solo es amante del desencanto.

Chyknell Hall Estate, la finca que alguna vez fue su castillo y refugio, ha vuelto a ser puesta en venta. La casa, con su porte decimonónico, sus once dormitorios y una biblioteca para pensar en voz baja, fue durante años el emblema de una historia de amor que nunca fue amor, sino transacción, espectáculo y guerra. Un bosque de robles y castaños la envuelve como si quisiera protegerla de las miradas. Pero ya no hay nada que proteger. Ni siquiera la memoria.

Corinna, que conoció la pasión con corona y su reverso, el escándalo sin redención, camina ahora por esas habitaciones como se pasea por un recuerdo que ha dejado de doler. Ha bajado el precio de la mansión como quien baja las defensas. De los fastuosos 17 millones de euros a los discretos —casi humildes— 12. Lo hace sin estridencias, con la misma elegancia calculada con la que asistía a las cacerías con el emérito, sabiendo que cada zancada entre los juncos la conducía no al corazón del rey, sino al borde del abismo.
El rey, mientras tanto, da vueltas en su exilio dorado. Juan Carlos I, que reinó con el descaro de los tiempos donde todo se perdonaba, ha decidido romper el pacto tácito que mantenía con su propio pasado: demandar a Corinna por atentar contra su honor. ¿Honor? Ese concepto hueco que brilla en los uniformes de gala y se deshace al contacto con la carne. Pilar Eyre, cronista de la Casa Real y de sus miserias, lo ha dicho sin ambages: "Nadie lo ha aconsejado. Solo la soledad absoluta que le rodea".
Ese hombre que, en otros tiempos, provocaba reverencias y aplausos de patio de armas, ahora actúa solo, enredado en querellas tardías, como quien lanza piedras al agua esperando que su reflejo desaparezca. Ya ha denunciado a Miguel Ángel Revilla, como si pudiese recobrar el trono atacando al bufón del reino. Ahora va a por Corinna, como si la historia se pudiera reescribir tachando nombres. Pero ella, que aprendió a moverse entre diplomáticos, halcones de las finanzas y cazadores de fortuna, parece impasible. Eduardo Inda ha dicho que Corinna está tranquila. Claro que lo está. Cuando uno ha visto de cerca los engranajes del poder y ha sobrevivido a su abrazo de serpiente, ya nada asusta. Ha estado arriba del todo y también abajo, en el fango de la prensa, en los titulares que perfuman la carroña con Chanel.

La casa, como todo en la vida de Corinna, está llena de símbolos. Columnas, chimeneas, bodega y sala de billar: escenarios donde se representaron escenas de una película que parecía romántica y resultó ser de terror financiero. Allí se intentó crear un centro de bodas de lujo, una especie de cuento de hadas para terceros, pero ni las hadas creyeron en esa historia. Chyknell Hall ha sido, al final, el espejo de Corinna: hermosa, inaccesible, vetusta y melancólica. Se conserva en grado II, lo que significa que no puede alterarse sin permiso. Como ella, que lleva incrustada en el alma la figura de un rey que le dio 65 millones de euros y un lugar eterno en las hemerotecas. No se la puede tocar sin levantar escándalo.
Ahora se dice que hay un comprador interesado. Quizá un magnate con nostalgia por la Inglaterra imperial. Tal vez un ruso que añora la niebla. Da igual. El alma de la casa ya está envuelta. Corinna se irá dejando atrás las columnas, los cuadros, los atardeceres largos y las sombras de una historia que aún se revuelven bajo el techo de pizarra. Mientras tanto, Juan Carlos I seguirá buscando en los tribunales aquello que la historia ya le negó: redención. Pero no hay querella que devuelva la inocencia, ni sentencia que borre la decadencia de un reino sostenido sobre silencios y maletas llenas.
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