Energía y autonomía estratégica
Carlos Floriano Corrales
El estallido de la pandemia evidenció la incapacidad de la industria europea para producir algunos elementos esenciales con los que hacer frente a la enfermedad: desde equipos de protección individual hasta respiradores. La finalización del confinamiento supuso la reactivación de la demanda y, al mismo tiempo, la constatación de que la oferta no podía responder por falta de componentes, debido a los problemas en los centros logísticos y en los canales de distribución. La invasión de Ucrania ha constatado por una parte, la necesidad de contar con unas Fuerzas Armadas disuasorias frente a quienes puedan tener la tentación de amenazar la integridad territorial europea y los principios sobre los que se asientan nuestras democracias y, por otra, el peligro que supone para algunos países de la UE depender energéticamente de Rusia.
En resumen, puede decirse que sufrimos tres debilidades que limitan la autonomía estratégica de la Unión Europea: la que afecta a la industria y a la defensa que siempre han sido conocidas, pero a la que no se les ha puesto remedio, quizás porque era más barato mirar para otro lado; y la que se deriva del abastecimiento energético fruto de una política ineficaz, ideologizada e irresponsable. La crudeza con la que se han evidenciado estas flaquezas en los dos últimos años hace que abordarlos resulte inaplazable, aunque, como es obvio, ninguno tenga una solución inmediata. Precisamente por eso, es urgente no volver a enfrentarnos a la falta de componentes básicos para la producción industrial por depender de cadenas de valor o distribución inestables. No se trata de caer en la autarquía o en un proteccionismo extremo, sino de entender que para evitar peligros y situarnos como un actor geopolítico respetable no podemos auto-imponernos limitaciones. En segundo lugar, es posible confiar la seguridad europea a la OTAN, pero debemos contribuir a sus gastos, cumpliendo el compromiso adquirido en la cumbre de Cardiff en 2014, para gastar en defensa, al menos, el 2% del PIB de cada uno los países miembros. Por último, conviene advertir la necesidad de repensar el modelo y los ritmos a los que estamos abordando la transición energética. Detengámonos en esta cuestión.
Las fuentes renovables (biocombustibles, residuos, eólica y solar) aportan al consumo energético de la UE el 13,5%, prácticamente el mismo porcentaje que la nuclear, y el petróleo y el gas natural el 72,4%. Con esto, las emisiones de la Europa a 27 más el Reino Unido, representan el 8,6% de las mundiales y las de España el 7,8% europeo y el 0'6 de todo el planeta. Mientras tanto, nos auto imponemos según qué país, el cierre de las centrales térmicas, o de las nucleares, o prohibimos prospecciones gasísticas, o petrolíferas, o todo ello a la vez (como en el caso español) y, puesto que las renovables no cubren la demanda, son inestables y no se pueden almacenar, nos vemos obligados a comprar energía de origen fósil producido en países con exigencias medioambientales más laxas que las nuestras y que pueden condicionar nuestra acción geoestratégica en caso de conflicto, al depender nuestro suministro energético de ellos.
Estas referencias hay que vincularlas necesariamente a que la transición emprendida está provocando que los precios de la energía aumenten, lo que explica la inflación que nos empobrece al hacer que las familias pierdan poder adquisitivo, especialmente las más vulnerables; se dificulte la actividad productiva del sector primario, la de los transportistas y se haga perder competitividad a la industria, llegando incluso a hacer imposible la producción, como ha ocurrido en nuestro país con parte del sector industrial electrointensivo.
La crisis de Ucrania, que agudiza todos los efectos negativos a los que nos referimos, parece haber puesto de relieve que la transición energética supone también un cambio en el conjunto de la economía y, lo que es también importante, en los equilibrios geoestratégicos. Posiblemente, esto explica el acto delegado adoptado por la Comisión, según el cual se considera bajo el etiquetado verde a la energía nuclear y al gas, que puede interpretarse como el primer paso para ir cambiando el rumbo a esta política energética, buscando resolver los problemas planteados y ganar en independencia. Más claro en este sentido ha sido la segunda iniciativa, también de la Comisión, conocida como RePowerEU, que propone un plan para reducir un 60% la demanda de gas ruso dejándolo aproximadamente en 655 teravatios, a través de, entre otras actuaciones, diversificar los suministradores, incluidos también los que nos abastecen de gas natural licuado.
Desgraciadamente, en el caso español la agenda de los responsables de la política energética y su extremismo ideológico, no solo está provocando la pérdida de inversiones en el sector de renovables por la incertidumbre regulatoria que impregna su ejecución, sino que se han posicionado en contra del acto delegado de la Comisión y, en un primer momento, incluso de la decisión RePowerEU, que abriría a España la posibilidad de convertirnos en un centro logístico que llevase a Europa parte del gas que en estos momentos suministra Rusia. No podemos olvidar que la Península Ibérica concentra casi el 30% de la capacidad regasificadora de la UE y dos conexiones con el gas de Argelia, si bien sería imprescindible retomar proyectos que, como el Midcat, mejorasen nuestra conexión con Francia, precisamente en este momento en el que se dan las circunstancias que se señalaron en su día que deberían llevar a reconsiderarlo: la subida de precios del gas y el enfrentamiento con Rusia.
Pues bien, a pesar de que estamos ante un escenario estratégico en el que podemos y debemos acometer reformas estructurales, la izquierda española se empeña, por prejuicio ideológico propio de doctrinarios, en darle la espalda a resolver nuestras debilidades y convertirnos en un país determinante en el suministro energético europeo, porfiando exclusivamente en seguir interviniendo en los mercados, jugando en el corto plazo para estar un día más en el Gobierno, pero no para gobernar.