Cómo bajar el recibo de la luz y no estafar en el intento
José María Triper
Anda el Gobierno perdido y ciego buscando una luz que le ilumine para solucionar las desmedidas y abusivas subidas de la tarifa eléctrica. Unos, como los extravagantes ministros podemitas con medidas estrambóticas e intervencionistas, amén de inservibles y rayanas en la ilegalidad. Y otras, como la ministra Calviño, que parecía la más lista de la clase pero que se ha contagiado de la mediocridad circundante recurriendo a excusas de mal pagador como pretexto de echar la culpa al empedrado que, en esta ocasión, lleva el nombre de Rajoy, cuando hace ya más de tres años que fue expulsado de La Moncloa por quienes ahora gobiernan y que en ese tiempo ni se han preocupado ni ocupado del asunto.
Porque el problema del recibo de la luz no es de tiempo, sino de conocimiento y voluntad. Y si alguien desde el Ejecutivo quisiera de verdad acabar con estas tarifas abusivas sabría que, como explican los expertos, hay tres capítulos sobre "lo que se puede y sería razonable actuar". Uno, a medio plazo, el mercado y el mecanismo marginalista; y otros dos en los que se pude intervenir desde ya y con eficacia: los costes fijos y la fiscalidad.
En el tema de los costes fijos parece razonable que se pueda repercutir en la tarifa el coste derivados del transporte, la distribución y el suministro. Lo que no es lógico y normal es que el consumidor final esté pagando también en su recibo unos costes procedentes de decisiones políticas como el déficit tarifario, es decir, la diferencia entre los ingresos que las empresas eléctricas españolas perciben por los pagos de los consumidores y los costes que la normativa reconoce por suministrar electricidad. Como se preguntaba un destacado especialista y ex directivo del sector "¿porqué tiene que pagar el consumidor este déficit sin no estamos pagando el rescate bancario, por ejemplo?"
Otros costes derivados de decisiones políticas y que se podrían rebajar de inmediato o suprimir serían el que se repercute por el suministro eléctrico en Canarias que se interpreta como una doble subvención, o la garantía de rentabilidad de las energías renovables. Son todas ellas medidas meramente políticas sin ninguna relación con los costes fijos del sistema y cuya eliminación permitiría una rebaja en el recibo que los expertos estiman en torno al 30 por ciento del total.
En este punto, los analistas consultados resaltan la anomalía que supone el hecho de que los consumidores minoristas, que son aquellos con contratos inferiores a 15 kilovatios (hogares y pequeños comercios) y consumen sólo el 34 por ciento de la electricidad suministrada, están pagando en torno al 73 por ciento de los costes fijos.
Y si pasamos a la cuestión impositiva, todos los expertos coinciden en afirma que el IVA no es ni el más importante ni el más urgente en tocar, como se ha demostrado. "Es el chocolate del loro", apuntan. Sobre todo, porque tenemos un impuesto a la generación, que en teoría pagan las compañías pero que estas repercuten al consumidor en el recibo. Y a este se añade el impuesto especial sobre la energía eléctrica, un tributo improcedente si tenemos en cuenta que los impuestos especiales se aplican sobre productos o actividades que se consideran perjudiciales como el tabaco o el alcohol, algo que no ocurre con la electricidad que es un bien indispensable y necesario.
Y no es verdad, como quieren hacernos creer desde el Gobierno que la Unión Europa impida actuar sobre estos puntos. Lo que Bruselas no permite es topar el mercado eléctrico, pero, en modo alguno, se opone a actuar sobre el resto de los componentes de los costes.
Así las cosas, mientras la tarifa eléctrica sigue marcando máximos históricos un día sí y otro también, alguien desde el Parlamento, y ante la pasividad del Gobierno, debería promover investigaciones, proposiciones y medidas para resolver un exceso tarifario que afecta directamente a las capas más desfavorecidas de la sociedad pero que, además, provoca un efecto inflacionista generalizado con el consiguiente impacto negativo sobre la competitividad de nuestras empresas y nuestras importaciones y que actúa como efecto disuasorio sobre las inversiones extranjeras.
A quien corresponda.