A Richard Gere se le ha visto en situaciones extremas: surcando los cielos con uniforme de aviador, redimiendo prostitutas con cara de Julia Roberts, recitando filosofía budista en documentales de la BBC. Pero ninguna de estas experiencias lo había preparado para lo que le esperaba en La Moraleja: una mudanza. El infierno con factura de transportista.
Las grandes estrellas de Hollywood pueden permitirse muchas cosas. La inmortalidad del bronceado californiano. La tersura cutánea a prueba de bisturí. Un equipo de asistentes que abrochan hasta los cordones de los zapatos. Pero hay cosas que ni la cuenta bancaria más abultada puede evitar: el agobio de una mudanza. Da igual que contrates el servicio premium con mozos que embalen hasta la dignidad del propietario. Siempre quedará la caja sin marcar, la lámpara que no encaja en ningún rincón, los malditos cables que, como serpientes enroscadas, nadie recuerda a qué demonios pertenecen.
Han pasado ya varios meses desde que Richard Gere (75 años) y su esposa, Alejandra Gere (42), decidieran instalarse en España con sus hijos. El otoño madrileño los recibió con churros de San Ginés, promesas de jamón ibérico y siestas de dos horas, pero aún quedaban flecos logísticos. Es decir, faltaban las pertenencias del actor, que hasta el jueves 20 de febrero se habían mantenido en un letargo transatlántico en su antigua mansión de Connecticut.
Las imágenes difundidas por El Español atestiguan que un camión llegó a primera hora, ocupando más espacio del que permitían las aceras de La Moraleja. Varios operarios descargaban cajas con la misma parsimonia con la que un monje tibetano pinta un mandala. Al fin y al cabo, cada caja tenía impreso en rotulador el nombre de 'Gere', como si fuera un objeto de culto budista. Dentro, tesoros de incalculable valor: muebles de gran porte, cuadros clasificados como "art storage", elementos ornamentales marcados con el críptico "decorative items", y un sinfín de "personal photos" que acreditan una vida de glamour y posados imperturbables.
Entre los bultos, la sorpresa del día: una casa de madera. Así, con todas sus piezas. Una casita desmembrada, con su armazón, su tejado, sus paredes de listones de pino, y hasta una malla hexagonal de triple torsión que, según los expertos, suele emplearse en gallineros. ¿Sería el capricho campestre de un actor con aspiraciones ecológicas? ¿Un refugio para la meditación trascendental? ¿Un escondite para evitar futuras mudanzas? Nadie lo sabía con certeza.
Las horas pasaban y el trasiego de trabajadores entraba y salía de la mansión, mientras Richard Gere observaba con ese gesto impasible que ha perfeccionado a lo largo de su carrera. Nadie imaginaba que bajo esa fachada de serenidad había un hombre que, como cualquier mortal, estaría deseando que terminara la pesadilla. Porque, si hay algo peor que la mudanza en sí, es la posmudanza: el enfrentamiento cara a cara con los objetos, la decisión de dónde va cada cosa, el laberinto de cajas que parecen reproducirse cuando nadie mira.
Alejandra, mucho más curtida en estas lides, hizo lo que cualquier española sensata haría: salir a comprar merienda. Se llevó a los niños a una pastelería cercana y regresó con provisiones para lo único que alivia una mudanza: el dulce. Porque en España, ante cualquier catástrofe, siempre hay un consuelo: la siesta, el café con churros o, en su defecto, una palmera de chocolate.
Al final del día, entre las cajas abiertas, las herramientas abandonadas y el eco de los operarios que se despedían, Richard Gere debió pensar que ni el más enrevesado guion de Hollywood le había preparado para esto. Ni el budismo, ni el yoga, ni los silenciosos paisajes del Tíbet pueden salvarte del caos de una mudanza. Sólo queda una solución: desear que pase rápido y, si es posible, que la próxima la haga otro. Aunque todos sabemos que, en estos casos, siempre queda algo por recolocar.
Y así, entre el polvo de los embalajes y el crujir del cartón, Richard Gere aprendió la gran lección de la vida en España: aquí, el tiempo se mide en sobremesas y la paciencia se cultiva con un buen trozo de tarta.
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