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La duquesa de Alba y sus tres maridos: recopilamos los amores (consagrados) de Cayetana diez años después de su muerte

La estirpe de los Alba es una sinfonía de siglos en la que resuenan las espadas de los Tercios, las pinceladas de Goya y el murmullo de los salones aristocráticos. Fundada en 1429 por García Álvarez de Toledo, esta casa nobiliaria se erigió sobre los campos de Tormes como un bastión de grandeza, amasando títulos, poder y un aura que parecía dictada por el destino. Sí, la historia de los Alba empieza con castillos y victorias en batallas, y llega hasta el primogénito de Cayetana Fitz-James Stuart, una mujer que encarnó en el siglo XX todo lo que significaba ser una aristócrata, pero también lo que significaba ser libre.

Diez años después de su muerte, la última gran duquesa es un personaje eterno, irrepetible. Era como un cuadro que cobró vida: majestuosa y excéntrica, orgullosa de su linaje, pero siempre dispuesta a romper las reglas del protocolo. Los tres hombres que fueron sus esposos marcaron su vida. Luis Martínez de Irujo, Jesús Aguirre y Alfonso Díez no fueron meros acompañantes. Cada uno, a su modo, iluminó un faceta distinta de Cayetana, esa mujer que parecía moverse entre los muros de los grandes palacios, la devoción, las juergas flamencas, el arte, sus tierras infinitas, las sombras de un espíritu indómito y la necesidad de amar y ser amada.

Luis Martínez de Irujo: el esplendor de una era dorada

Si alguna vez hubo un matrimonio digno de la corte de Felipe IV, ese fue el de Cayetana y Luis Martínez de Irujo. Su boda, en 1947, fue el último eco de las viejas aristocracias europeas que todavía podían permitirse ceremonias de cuento de hadas. Aquel día, en la catedral de Sevilla, no solo se unieron dos apellidos, sino también dos mundos: el romanticismo de una época que agonizaba y la modernidad que Cayetana estaba destinada a abrazar.

Luis era un hombre impecable, un caballero formado en la tradición de los grandes linajes. Junto a él, Cayetana vivió los años de esplendor: organizó fastuosas fiestas en el palacio de Liria, defendió a los Borbones en el exilio y hasta se permitió traer la alta costura a España al celebrar el primer desfile de Dior fuera de París. Pero su relación no solo fue pompa y circunstancia; juntos emprendieron la labor titánica de preservar el legado de los Alba. Luis inició un archivo que todavía hoy es un tesoro de la memoria histórica de España. Su muerte, en 1972, dejó un vacío que Cayetana llenó con la fuerza de su carácter y el amor por sus hijos, pero también marcó el fin de una etapa dorada.

Jesús Aguirre: el desafío a la tradición

El segundo marido de Cayetana no podría haber sido más distinto. Jesús Aguirre, un sacerdote secularizado, filósofo y poeta, llegó a la vida de la duquesa como un huracán. Se casaron en 1978, desafiando las murmuraciones de una sociedad que no podía concebir que una mujer de tan alto linaje se uniera a un hombre de origen plebeyo. Pero Cayetana nunca vivió para agradar a los demás.

Jesús no tenía sangre azul, pero tenía algo que Cayetana admiraba profundamente: un intelecto abrasador. A su lado, la duquesa se convirtió en una anfitriona de las mentes brillantes de la época. Los debates en los salones de Liria rivalizaban con los grandes cenáculos de la Ilustración. Sin embargo, Aguirre era también un hombre atormentado, a menudo eclipsado por la fuerza arrolladora de su esposa. Manuel Vicent describió su matrimonio como un juego de luces y sombras: él, el crítico feroz, ella, la indomable. Mucho antes de la muerte de Aguirre, en 2001, Cayetana se había apartado de su segundo marido, en torno al cual subyacen hechos sórdidos que es mejor no reseñar. Ninguno de los seis hijos de Cayetana quiso nunca recordarle.

Alfonso Díez: el amor que desafió al tiempo

El último capítulo de la vida sentimental de Cayetana fue un canto a la libertad. A los 85 años, cuando la mayoría de las personas han cerrado ya todas las puertas del corazón, la duquesa decidió casarse con Alfonso Díez, un funcionario de la Seguridad Social 25 años menor que ella. Fue un acto de rebeldía que escandalizó incluso a sus hijos, pero también un acto de vida. Pero que acabaron entendiendo la felicidad y la modernidad de su madre, así como los sinceros sentimientos de Alfonso Díez. Programas de televisión como Sálvame fueron condenados en los tribunales por atentar contra el honor y la intimidad de su segundo marido, dedicando tardes enteras a especular y bromear sobre la vida sexual de la duquesa y su consorte.

Alfonso no buscaba fortuna ni títulos. Renunció expresamente a cualquier derecho sobre la herencia de Cayetana y se convirtió en su compañero fiel, el que la hacía reír en sus últimos años y la acompañaba en sus paseos por la Feria de Abril. Para Cayetana, su matrimonio con Alfonso no fue una extravagancia, sino una declaración de principios: una demostración de que el amor no tiene edad ni condición. Recibe una renta vitalicia de unos 3.000 euros mensuales que, sumados a su pensión, le permiten llevar una vida desahogada.

Un legado inmortal

Cayetana Fitz-James Stuart fue la última gran duquesa en el sentido clásico del término. Su vida fue un puente entre el pasado y el presente: una aristócrata que podía bailar flamenco con los gitanos de Sevilla y recibir a Jackie Kennedy en el palacio de Dueñas. Diez años después de su muerte, su recuerdo sigue vivo, como el de sus antepasados, no solo en los cuadros de Goya o Velázquez que adornan sus palacios, sino en la memoria de quienes la vieron caminar por las calles con el porte de quien lleva siglos de historia en la sangre.

En los Alba de Tormes, en Liria, en Dueñas, en Marbella, Ibiza o San Sebastián, todavía resuena su risa, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para rendir homenaje a una mujer que nunca tuvo miedo de ser ella misma. Si alguna vez hubo una aristócrata que mereciera la eternidad, esa fue Cayetana, la duquesa que desafió las normas y vivió como si cada día fuera una obra de arte.

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