La reina de España es imagen porque una parte de la Corona es imagen y sería absurdo negarlo. Como sería absurdo negar que es un icono de moda, que marca tendencia y que contribuye a crear marca España cuando escoge modelos de Mango o de Zara o tantas otras marcas de ropa o complementos Made in Spain. No es de extrañar por tanto que los medios tomemos nota de sus elecciones a la hora no solo de vestir sino de cambiar de peinado o maquillaje. Sin embargo, el error puede estar en hablar solo de eso y dejar de lado la importantísima labor de la consorte por ejemplo a la hora de dar visibilidad a causas y problemas importantísimos, como hemos visto en multitud de ocasiones por España y por el mundo. Por eso, hace tiempo que desde el entorno de la reina se pide más atención a su labor que a sus atuendos.
Desde tiempos inmemoriales, las monarquías han cultivado la imagen como un poderoso instrumento de seducción y dominio. La realeza, además de ostentar un rol institucional, es también un símbolo, una encarnación del imaginario colectivo, un espejo donde los súbditos proyectan sus anhelos y aspiraciones. No en vano, las reinas y princesas han sido, a lo largo de la historia, figuras de fascinación estética, modelos de elegancia y refinamiento, objeto de miradas escrutadoras que analizan desde la hechura de sus trajes hasta la caída de un mechón rebelde sobre la frente. Pero, en este juego de apariencias, ¿qué sucede cuando la forma ahoga el fondo, cuando el vestido desplaza al discurso, cuando la silueta ensombrece la sustancia?
Doña Letizia, en su ya largo periplo como reina de España, ha conocido bien las servidumbres de este fetichismo de la moda, que la ha elevado a la categoría de icono fashionista, como si su papel en la institución se redujera a una pasarela ambulante de Zara y Mango. No hay en ello demérito alguno: al contrario, su capacidad para convertir en tendencia marcas españolas ha supuesto un valioso escaparate para la industria textil nacional, con una influencia que trasciende nuestras fronteras. Pero Letizia ha comprendido que el oropel, cuando se convierte en obsesión, puede ser una trampa. Por eso, desde hace años, su entorno ha insistido en la necesidad de redirigir el foco mediático hacia su labor institucional: su compromiso con la investigación científica, su apoyo a la salud mental, su batalla incansable por visibilizar enfermedades raras o su lucha en favor de la educación infantil y la igualdad de oportunidades.
Ahora, Kate Middleton parece seguir la misma estela. La princesa de Gales, que ha sido durante más de una década la musa indiscutible del estilo británico, ha decidido dar un golpe sobre la mesa. Según reveló una fuente cercana al palacio de Kensington al Sunday Times, la esposa del príncipe Guillermo ha pedido que sus seguidores dejen de obsesionarse con los detalles de sus vestidos y se centren en su labor pública, sobre todo ahora, cuando su lucha contra el cáncer le ha otorgado una nueva perspectiva sobre el papel que desempeña en la monarquía británica.
Desde su boda en 2011, el Palacio de Kensington ha alimentado la maquinaria del glamour proporcionando puntualmente a la prensa los nombres de los diseñadores que vestían a Kate en cada acto oficial. Su inconfundible estilo —clásico, refinado, con toques de modernidad— ha sido diseccionado hasta la saciedad, convirtiéndola en un referente de moda internacional. Pero este circo de lentejuelas y titulares frívolos parece haber agotado su paciencia. Ahora que, tras meses de tratamiento, la princesa comienza a retomar progresivamente sus funciones, ha decidido que las cosas cambien.
"La princesa quiere asegurarse de que el enfoque permanezca en los temas, las personas y las causas que ella está destacando", aseguró la fuente del palacio. "Siempre habrá un aprecio por lo que viste, y ella lo entiende, pero la cuestión es: ¿es necesario que siempre digamos oficialmente lo que lleva puesto? No. El estilo está ahí, pero lo importante es la sustancia".
Y es que, en tiempos de redes sociales hipertrofiadas y periodismo cada vez más superficial, la realeza enfrenta una paradoja cruel: la fascinación que despiertan sus miembros es, al mismo tiempo, su mayor debilidad. Porque, si bien su popularidad se cimienta en gran medida en su capacidad de inspirar a través de la imagen, también corren el riesgo de quedar reducidos a meros maniquíes, a figuras de cera sin discurso propio, a influencers de lujo atrapados en un bucle de looks virales y comentarios banales.
No es casualidad que Kate Middleton haya tomado esta determinación justo ahora. Su diagnóstico y tratamiento contra el cáncer han supuesto un punto de inflexión no solo en su vida personal, sino en su percepción del papel que juega como futura reina consorte. En la fragilidad del cuerpo enfermo, en la incertidumbre del porvenir, en el vértigo de lo efímero, la princesa ha encontrado una nueva brújula. Como quien sobrevive a una tormenta y aprende a distinguir lo accesorio de lo esencial, ha decidido que, de ahora en adelante, su labor social y benéfica pesará más que su elegancia.
El eco de esta decisión, sin duda, resonará en los pasillos de Buckingham y más allá. Como ya hizo Letizia en su momento, Kate busca equilibrar la balanza entre la imagen y el mensaje, entre la forma y el fondo. No se trata de renegar del poder de la estética —pues la monarquía vive, en gran medida, de la teatralidad—, sino de evitar que ese poder se convierta en una distracción que vacíe de contenido su función.
La historia de la realeza está llena de mujeres que, atrapadas en los focos de la admiración estética, han luchado por ser reconocidas más allá del vestido que llevaban puesto. Diana de Gales, madre de Kate, fue un claro ejemplo de ello: el mundo se fascinaba con sus trajes de gala, pero ella aspiraba a que su legado no fueran sus perlas, sino su compasión. Quizás su nuera haya tomado nota de aquella lección. Quizás, como Letizia, ha comprendido que, para ser recordada por algo más que su armario, debe empezar a cerrar las puertas del vestidor.
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