En el evento de la reapertura de la catedral de Notre Dame, en el París de los pomposos encuentros políticos y reales, sirvió de telón de fondo para una escena que, aunque aparentemente diplomática, resonó como una estruendosa manifestación de jerarquías ocultas. Entre los asistentes, Donald Trump, quien ya sabe cómo convertir un acto protocolario en un escenario de teatro personal, protagonizó una de esas escenas que el ojo público siempre está dispuesto a interpretar, desglosando gestos y palabras hasta encontrar un mensaje codificado.

El futuro rey de Inglaterra, el príncipe Guillermo, era el destinatario de la cálida y casi paternal admiración de Trump. "Un buen hombre, está haciendo un trabajo fantástico", decía el magnate mientras estrechaba la mano del hijo mayor del rey Carlos III, el que se encuentra en la línea de sucesión del trono británico. No se trataba de un simple gesto de cortesía; era el ritual del poder en su forma más desnuda, el acto de reconocimiento de un par que, aunque diferente en orígenes y carácter, comparte un espacio común de influencia. Guillermo, vestido con la dignidad de su linaje, intercambió con Trump palabras sobre el estrechamiento de los lazos entre los dos países, sobre un mundo global que se enreda con los intereses de ambos, sin que nadie olvide las viejas alianzas.

Pero este encuentro no puede desvincularse de otro episodio que, desde lejos, observa la figura de Harry y Meghan, los "inmigrantes" de la realeza. Aquellos que eligieron un camino de independencia, o de rebeldía, si se quiere, se encuentran distantes de las atenciones de Trump. Mientras el príncipe Guillermo es celebrado por su estatus, su rol y la cercanía al poder, Harry y Meghan encarnan, para muchos, una forma de desobediencia. De algún modo, Trump, un hombre cuya retórica ha sabido jugar con el miedo a lo ajeno, no encuentra cabida para extenderle su reconocimiento a unos "exiliados" que, al igual que muchos otros, optaron por cruzar las fronteras de lo establecido.

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En este particular juego de cortesía y desprecio, el abrazo de Trump al príncipe Guillermo es un saludo a la continuidad, a la tradición; el elogio va más allá del simple cumplimiento de protocolo. En cambio, Harry y Meghan, con su historia de desencuentro con la institución real y su búsqueda de un lugar en la otra orilla del Atlántico, representan una alteridad que Trump rechaza con la misma vehemencia con la que ha denostado a aquellos que, como él, provienen de otros mundos y orígenes. En la Casa Blanca, la cercanía con los royals se mide en términos de reciprocidad política y de poder. Un poder simbólico, que el príncipe Guillermo, heredero y hombre de Estado, sabe bien cómo manejar, mientras que Harry y Meghan, en su afán por romper con el sistema, lo alejan de manera voluntaria.

Este contraste revela un fenómeno más profundo: la manera en que los estatus y los orígenes determinan el tipo de afecto y admiración que uno puede recibir en el universo político y mediático. A Trump le interesa el reconocimiento de la monarquía inglesa en su versión conservadora y tradicional, mientras que los hijos de Diana, aunque nacidos en ese universo, escapan del guion preestablecido y encuentran un lugar ajeno, donde el cariño de Trump se torna en desprecio. De este modo, el encuentro en París entre el magnate estadounidense y el príncipe Guillermo no fue solo una reunión política, sino la escenificación de una vieja lucha de clases y culturas, donde los "inmigrantes" siempre son los otros, los que han roto las normas y, por ello, no merecen la misma deferencia.

Y es que, más allá de los discursos y los apretón de manos, lo que queda claro es que el cariño de Trump hacia Guillermo no es sino un reflejo de la admiración por lo que representa, por lo que sigue siendo. Mientras que el desdén hacia Harry y Meghan habla de una amenaza, de una desestabilización de lo que el poder y la aristocracia han impuesto como orden natural.

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