En Tailandia, el calor en la prisión de Surat Thani es denso y pegajoso. Un calor que se mete en la piel como una segunda condena, implacable e indiferente. Daniel Sancho se sienta en un rincón del patio, el sol mordiendo su espalda, la mirada perdida en el polvo seco del suelo. En su cabeza, la misma pregunta de cada día: ¿y ahora qué?
Un crimen, un juicio, una condena. Un padre luchando en la distancia, un equipo de abogados trabajando sobre más de cuatrocientos folios de alegaciones, buscando una grieta en la pared de la justicia tailandesa. El recurso estaba en marcha hace tiempo. Un grupo de jueces volverá a examinar los hechos, a estudiar cada testimonio, cada prueba, cada palabra dicha en la sala del tribunal de Phuket. Pero en Tailandia la justicia tiene su propio ritmo, y la cárcel no espera a nadie.
En Madrid, Rodolfo Sancho vuelve a ser el hombre que era antes de todo esto. O al menos lo intenta. Hacía meses que no hablaba ante las cámaras, pero ahora lo ha hecho. No dijo mucho, solo dos palabras: "Siempre, con todo". Palabras secas, cortantes. Un soldado que no deja su puesto aunque la batalla parezca perdida.
El ruido de la prensa gira en torno a él, como buitres esperando un movimiento en falso. Joaquín Campos, escritor y voz persistente en esta historia, habla de deudas pendientes, de nombres que flotaban en el aire sin llegar a aterrizar del todo. Rodolfo lo zanja con una sola palabra: "Tonterías". Pero en este tipo de guerras, las palabras no desaparecen. Se quedan ahí, flotando, esperando el momento oportuno para volver a atacar.
En la cárcel, Daniel no tiene mucho más que hacer que esperar. Y aprender a sobrevivir. La prisión de Surat Thani no es un lugar amable. No se trata solo del calor o del hacinamiento. Son las reglas invisibles, las alianzas, los silencios necesarios. Ha aprendido a moverse con cautela, a entender el lenguaje de los gestos, a callar cuando es necesario. Ha aprendido que el tiempo se mide distinto tras los barrotes.
El recurso puede tardar meses en resolverse. O puede llegar una respuesta más pronto de lo esperado. Nadie lo sabe con certeza. Mientras tanto, la vida sigue su curso. En España, su padre trabaja.,En Tailandia, los abogados negocian con la burocracia. Y en la celda de Surat Thani, Daniel Sancho respira, come cuando hay comida, duetme cuando el ruido se lo permite.
Hay noches en las que recuerda todo con una claridad insoportable. Edwin Arrieta, el hotel, la playa. El miedo, la rabia, la confusión. La historia que había contado y la historia real, la que solo él conoce. Y después el juicio, la sala llena de gente que no hablaba su idioma, los abogados explicándole cada detalle, las palabras del juez cayendo sobre él como un martillo. Cadena perpetua.
En Tailandia, la justicia tiene su propio tiempo. A veces pasan meses sin que nada cambie. A veces, todo se decidía en un instante. La apelación puede significar un nuevo juicio, una reducción de pena, una posibilidad de regresar a España. O puede no significar nada.
Pero Daniel Sancho sigue esperando. Porque, aunque la celda esté hirviendo, aunque la comida sea escasa, aunque las horas pasen con la lentitud de los condenados, sigue habiendo una cosa que aún no le han arrebatado del todo: la esperanza.
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