El calor en la prisión de Koh Samui es insoportable. El aire pesa. El sudor se pega a la piel y la noche no trae alivio, solo más sombras, solo más tiempo. Daniel Sancho lo sabe bien. Se despierta antes del amanecer y se acuesta después de que el último ruido se apague en la celda. Pero el sueño es un lujo que ya no le pertenece. Solo le queda la certeza de que cada día será igual al anterior. Que el infierno no tiene fin. Una experta afirma que los recursos pendientes no va a resolver esta situación.
Él no es el único que lo vive. Su padre, Rodolfo Sancho, camina por las calles de Madrid con la cabeza baja, con los hombros vencidos por un peso que no se ve. Su abuela, a quien el tiempo ya ha castigado bastante, se sienta en su casa sin entender en qué momento la vida se volvió esto. Y al otro lado del mundo, la familia de Edwin Arrieta sigue despertando con el mismo dolor. Su madre no lo dice, pero sabe que su hijo no volverá. Que su hijo se fue de vacaciones y nunca más regresó.
El 29 de agosto, Daniel Sancho fue condenado a cadena perpetua por el asesinato y descuartizamiento de Edwin Arrieta. La sentencia llegó sin sorpresas. Fue rápida. Contundente. Sin atenuantes que lo salvaran. Marcos García Montes, el abogado que lidera su defensa, habló de recursos, de posibles reducciones de pena, de una eventual extradición a España. Pero los jueces tailandeses no suelen cambiar de opinión. No en un caso como este. Laura Rodríguez, periodista nicaragüense que ha seguido el caso desde el inicio, no tiene dudas. Lo dice sin rodeos: "Daniel Sancho pasará al menos 10 años en Tailandia. No hay escapatoria. No hay salida fácil". No importa cuántas apelaciones presenten. No importa cuántas estrategias intente su defensa. El infierno en el que vive seguirá ahí.
La prisión de Koh Samui no es un sitio para los débiles. No es un sitio para nadie, en realidad. Los días son largos. Las noches no existen. El ruido de los mosquitos es constante y el olor a humedad nunca se va. Daniel Sancho comparte celda con decenas de reclusos. No hay espacio para la privacidad. No hay espacio para nada. Se levanta temprano, porque no hay otra opción. Desayuna lo que le dan, porque no hay otra opción. Hace lo que le dicen, porque no hay otra opción. El tiempo avanza sin prisa, sin urgencia, con el mismo ritmo de siempre. Y cuando cae la noche, Daniel piensa en su padre. Piensa en su abuela. Piensa en lo que dejó atrás y en lo que nunca volverá. Porque en Koh Samui, el tiempo no es solo tiempo. Es castigo.
El infierno de Rodolfo Sancho y su familia
Rodolfo Sancho aprendió a convivir con la vergüenza, con la desesperación, con la impotencia. Su hijo no solo fue condenado en Tailandia. También lo fue en España, donde la opinión pública ya dictó sentencia mucho antes que los jueces. El actor dejó de sonreír. Dejó de vivir como antes. Porque cuando un hijo se convierte en asesino, la culpa se reparte entre todos. La carga es insoportable. Su abuela, la madre de Rodolfo, no habla mucho del tema. No quiere hablar. No puede hablar. Para ella, Daniel sigue siendo su nieto, el niño que creció en su casa, el que jugaba en la playa, el que sonreía sin miedo. Pero ese niño ya no existe. En Colombia, la familia de Edwin Arrieta enfrenta otro tipo de condena. La del dolor. La del vacío. La de la impotencia. Para ellos, no hay justicia suficiente. No hay castigo que devuelva a su hijo. No hay sentencia que les alivie la herida.

El móvil: pasión, celos y locura
El caso de Daniel Sancho no fue un crimen cualquiera. Fue un asesinato brutal, calculado, despiadado. Laura Rodríguez lo dijo claro: "No fue por dinero. Fue por celos. Por ira. Por desesperación". Daniel y Edwin mantenían una relación que pocos entendían. Uno tenía el control. El otro quería salir. Y cuando la presión se hizo insoportable, la única salida que vio Daniel fue la muerte. El descuartizamiento fue meticuloso. Preciso. Sin errores. Como si lo hubiera pensado antes. Como si lo hubiera ensayado en su mente una y otra vez. Pero los errores llegaron después. Cuando trató de deshacerse del cuerpo. Cuando mintió. Cuando dijo que era inocente y luego se contradijo. Los abogados de Daniel Sancho insisten en la apelación. Dicen que hay opciones. Que hay esperanza. Que pueden reducir la condena. Pero todos saben que no es verdad. "Es una pérdida de tiempo", dice Laura Rodríguez. "Lo hacen porque Daniel lo pide. No porque crean que funcione". En Tailandia, las condenas por asesinato rara vez se reducen. Mucho menos cuando el crimen fue tan atroz. La única posibilidad de Daniel es admitir su culpa, pedir perdón y pagar la indemnización a la familia de Edwin Arrieta. Solo así podría aspirar a una reducción. Solo así podría soñar con volver a España antes de que la vida se le escape en la prisión.

El futuro de Daniel Sancho: una cuenta regresiva sin final
Diez años pueden parecer poco. Pero en una cárcel tailandesa, cada día es una eternidad. El tiempo no avanza. Se estanca. Se pudre en las esquinas de la celda, en el suelo sucio, en la mirada vacía de los otros presos. Daniel Sancho lo sabe. Lo siente. Lo vive. Cada noche, cuando se tumba en la litera, cierra los ojos e intenta imaginar otra vida. Un futuro distinto. Un presente menos cruel. Pero cuando los vuelve a abrir, la celda sigue ahí. El calor sigue ahí. La realidad sigue ahí. Y lo peor de todo es que mañana será igual. Y pasado también. Y el día después. Y el otro. Porque en la cárcel, el tiempo no es tiempo. Es condena.