Los Oscar son, en su esencia, y además de un negocio, un acto de vanidad y resistencia. Se trata de fijar una imagen en la memoria colectiva, de asegurarse de que en el futuro, cuando alguien busque Oscar 2025 en un archivo digital, su imagen en la alfombra roja siga apareciendo entre las primeras.
El cine aspira a la inmortalidad, y la Alta Costura la garantiza. Un vestido de Dior de 1956 revivido en 2025 es un puente entre épocas, un desafío a la caducidad de la moda y a la propia fragilidad del tiempo. Lo que las estrellas llevaron anoche no fue solo lujo, sino un pedazo de historia hilvanado con hilo de oro.
Los verdaderos ganadores de la noche no siempre son los que suben al escenario. A veces, basta con caminar hasta la alfombra roja, con la espalda recta y la certeza de que, en un mundo donde todo pasa, su imagen quedará grabada para siempre en la retina del espectáculo.
En Hollywood, el verdadero espectáculo no comienza con el primer plano de la estatuilla dorada, ni siquiera con el discurso tembloroso de un actor que ha esperado toda su carrera para este instante. No. El gran momento ocurre mucho antes, cuando la alfombra roja se despliega como una lengua de terciopelo y las sombras de los flashes iluminan el desfile de criaturas etéreas envueltas en metros y metros de tela, en atuendos que parecen haber sido soñados por los dioses y materializados por manos de orfebre en los santuarios de la Alta Costura.
En esta edición de los Oscar, mientras Anora, la película de Sean Baker, arrasaba con cinco de los premios principales, en la alfombra roja se libraba otra contienda silenciosa pero feroz: la de la belleza absoluta, la de la perfección trabajada puntada a puntada en los ateliers de París. Ganar un Oscar es un triunfo para la carrera de un actor; vestir un Dior, un Schiaparelli que desafía la gravedad o un Chanel que ha requerido más de 500 horas de confección es una victoria en el único terreno donde Hollywood aún rinde pleitesía a Europa: el del estilo.
De París a Los Ángeles: un desfile de diosas
Hace apenas un mes, la realeza del cine y la aristocracia de la moda se dieron cita en París para la Semana de la Alta Costura, y las estrellas de Hollywood, astutas y previsibles, debieron estar tomando notas con avidez. No hubo que esperar demasiado para que los vestidos más sublimes de la temporada hicieran su aparición en la gran noche del cine, como trofeos conquistados en las casas de moda más legendarias.
Mikey Madison, la gran protagonista de Anora, lo dejó claro al aparecer envuelta en una joya textil de Dior: un vestido de satén rosa empolvado con terciopelo negro, recreación exacta de un modelo de la colección Bal à Paris de 1956. Un golpe de efecto que convertía a la actriz en una heroína salida de un film de la época dorada de Hollywood, con la complicidad de Maria Grazia Chiuri, quien supo traer de vuelta la nostalgia de los grandes bailes parisinos.


A su lado, Ariana Grande parecía escapada de una acuarela de John Singer Sargent con su Schiaparelli color champán, un vestido arquitectónico que rendía homenaje a los grandes genios de la Alta Costura: Charles Frederick Worth, Madame Grès y Yves Saint Laurent. La pieza, salida de la colección Icarus de Daniel Roseberry, había sido la más comentada en enero y, anoche, en la piel de la estrella de Wicked, se confirmó como una obra maestra.

Si Hollywood tiene algo de monarquía—con sus linajes, sus dinastías y sus luchas de poder—la Alta Costura es su única corona legítima. Solo unas pocas pueden acceder a estos vestidos, como si los modistos aún operaran bajo las normas de la corte de Luis XIV, donde no bastaba con tener dinero: había que pertenecer a la élite.
Armani Privé, Chanel o Givenchy
Demi Moore y Felicity Jones, por ejemplo, aparecieron con Armani Privé, la respuesta italiana a la Alta Costura francesa. Ambas apostaron por el brillo plateado, un guiño a la tradición hollywoodense de deslumbrar, mientras Elle Fanning lograba una proeza en sí misma: lucir un Givenchy de la nueva era de Sarah Burton antes de que la diseñadora siquiera presentara su primera colección para la maison. Un movimiento estratégico que no solo la colocaba en la vanguardia del estilo, sino que abría la puerta al posible regreso de Givenchy a la Alta Costura oficial el próximo enero.


Lily-Rose Depp, en cambio, jugó la carta de la herencia. Con su Chanel confeccionado en el legendario atelier de la rue Cambon—515 horas de trabajo minucioso—confirmaba que la sangre de Vanessa Paradis y Johnny Depp corría por sus venas no solo en talento, sino en un instinto impecable para la moda.

En la gran noche del cine, el trofeo más codiciado no siempre es un Oscar. En un juego de poder menos visible pero igual de feroz, los estilistas se convierten en estrategas de guerra, compitiendo en reuniones secretas con las casas de moda para conseguir que su actriz lleve el vestido que será recordado.
Los diseñadores, por su parte, escogen con pinzas a quién prestan sus creaciones. No basta con ser famosa. Se busca la mujer que dará vida a la pieza, que la transformará en algo más que tela y bordados. En una industria donde la imagen lo es todo, los vestidos se convierten en declaraciones de poder y sofisticación, en una manera de contar historias sin necesidad de pronunciar una sola palabra.
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