Melania Trump está seleccionando personal para su oficina, tarea en la que no quiere "gastar mucho dinero de los contribuyentes" pero sí asegurar que los elegidos "tengan talento, esten casados, sepan lo que hacen, trabajen en equipo y no tengan una agenda propia". Además de buscar personal, está con la mudanza.
Mudarse puede ser una tortura cotidiana: cajas que se acumulan, objetos perdidos en el olvido, un perpetuo trasiego entre habitaciones desmanteladas. Pero cuando la mudanza es al edificio más emblemático de la política mundial, la Casa Blanca, el evento adquiere una dimensión que trasciende lo doméstico y se convierte en una coreografía cuidadosamente ensayada. Para Melania Trump, la vuelta a la mansión presidencial podría representar una mezcla de deber y sacrificio, de elegancia protocolaria y resignación íntima.
La primera dama, siempre reservada, parece haber asumido su retorno con una pragmática frialdad. "Mi prioridad es ser madre, ser primera dama, ser esposa y, una vez estemos dentro el 20 de enero, servir al país", afirmó hace apenas unos días. Pero en su equipaje, más allá de los baúles de Louis Vuitton, lleva una idea fija: renovar su equipo de trabajo para abordar una agenda personal que resucita y amplía su controvertido proyecto Be Best, ahora centrado en la salud mental de los jóvenes y el impacto de las redes sociales. Y para ello ha comenzado la búsqueda de empleados con una lista de requisitos tan meticulosa como su estilo de vestir.
Entre el lujo y la austeridad: la Casa Blanca como jaula dorada
La mudanza a la Casa Blanca supone, sin duda, un descenso en las comodidades a las que Melania está acostumbrada. Comparada con el ático triplex de los Trump en la Torre homónima de Nueva York o la opulencia de Mar-a-Lago en Palm Beach, la mansión presidencial es poco más que un anacronismo elegante. La Casa Blanca, con su arquitectura neoclásica del siglo XVIII, representa una combinación de historia y rigidez que difícilmente puede adaptarse al gusto extravagante de los Trump.
El apartamento de Manhattan, con su decoración bañada en oro y mármol, inspirado en el estilo rococó de Luis XIV, se extiende por tres plantas con vistas al Central Park. Allí, cada mueble y cada detalle exuda ostentación. Por su parte, Mar-a-Lago, el palaciego complejo en Florida, es una fantasía arquitectónica donde los 10.000 metros cuadrados de superficie albergan una mansión privada dentro de un club social exclusivo. Para Melania, habituada a estos espacios ilimitados, los márgenes de la Casa Blanca, con sus estancias compartidas y la omnipresencia del personal del Servicio Secreto, pueden sentirse más como una prisión que como un hogar.
Durante el primer mandato de Donald Trump, se supo que Melania no compartía dormitorio con el entonces presidente y que se refugiaba en un conjunto de estancias privadas lejos del bullicio del Ala Oeste. En su biografía no autorizada, Free Melania, la periodista Kate Bennett describe a la primera dama como una figura solitaria, incómoda con las restricciones que le imponía la residencia presidencial: desde no poder abrir una ventana sin autorización hasta la imposibilidad de ajustar el termostato a su gusto.
Sin embargo, Melania regresa ahora con una nueva misión: liderar un equipo que no solo la apoye en sus responsabilidades oficiales, sino que revitalice su imagen pública a través de su programa insignia, Be Best, en esta segunda etapa como primera dama.
El regreso de Be Best, la iniciativa que Melania lanzó en 2018, promete ser más ambicioso en su segunda encarnación. Durante su primer mandato, el proyecto recibió críticas tanto por su falta de definición como por las supuestas contradicciones entre su mensaje —abogar por la amabilidad en las redes sociales— y el estilo confrontativo de su esposo en plataformas como Twitter. Ahora, Melania planea centrarse en la salud mental de los jóvenes, con un enfoque específico en los efectos nocivos de las redes sociales, un terreno donde su figura podría reivindicarse frente a las críticas pasadas.
Para ello, ha comenzado a conformar un equipo de trabajo con requisitos que han llamado la atención por su especificidad. Según fuentes cercanas a su oficina, los aspirantes deben ser "talentosos, estar casados, saber lo que hacen, trabajar en equipo y no tener una agenda propia". En pocas palabras, busca lealtad absoluta y ausencia de protagonismos. Esta fórmula, que podría haber salido directamente de un manual corporativo, refleja tanto la ambición del proyecto como las precauciones de Melania ante la exposición mediática.
El hecho de que exija empleados casados es, cuanto menos, peculiar. Algunos analistas han interpretado esta condición como una estrategia para evitar distracciones o conflictos personales entre el personal; otros lo ven como una muestra más del conservadurismo que caracteriza a la familia Trump. Por su parte, la insistencia en la ausencia de "una agenda propia" parece diseñada para garantizar que su equipo esté dedicado exclusivamente a ejecutar su visión, sin pretensiones de brillar individualmente.
El día a día de Melania en la Casa Blanca se ha descrito en ocasiones como el de una reina en un exilio autoimpuesto. Durante su primer mandato, fue famosa por mantener una distancia evidente respecto a las intrigas del Ala Oeste, limitándose a sus compromisos oficiales y evitando las cámaras siempre que era posible. Su círculo íntimo se reducía a un puñado de asesores y confidentes, y su actividad pública, aunque impecablemente ejecutada, estaba marcada por un aire de indiferencia.
La selección de personal que ahora lidera podría interpretarse como un intento de romper esa imagen distante. Al ampliar Be Best y rodearse de un equipo renovado, Melania busca no solo dejar su huella en la historia de las Primeras Damas, sino también adaptarse a los retos que impone un segundo mandato con un electorado más polarizado y un clima social más tenso.
Aun así, la pregunta persiste: ¿es este regreso a la Casa Blanca un acto de compromiso o una obligación? Para Melania, la residencia presidencial siempre ha sido un escenario, no un hogar. Su verdadera vida transcurre en Nueva York y Palm Beach, donde el lujo y la privacidad no conocen límites.
El retorno de Melania Trump a la Casa Blanca puede verse como una de esas ironías del destino que parecen sacadas de una novela de Edith Wharton. La exmodelo eslovena, que nunca mostró entusiasmo por el papel de primera dama, ahora se encuentra en el epicentro de una nueva etapa política que promete ser tan tumultuosa como la primera. Su búsqueda de empleados comprometidos y su renovado interés en Be Best sugieren un intento de reconciliar su deber público con sus deseos personales, aunque es difícil imaginarla disfrutando plenamente de su nueva vida.
En última instancia, la mudanza de Melania a la Casa Blanca no deja de ser un reflejo de su compleja relación con el poder: una mezcla de aceptación resignada y control calculado. Para alguien acostumbrado a moverse en los márgenes de la escena, siempre impecable pero rara vez involucrada, esta segunda etapa puede convertirse en una oportunidad para redefinir su legado o, simplemente, para sobrevivir con la misma gracia distante que la ha caracterizado desde el principio.
Quizá, como todo en la familia Trump, este nuevo capítulo se convierta en un espectáculo cuidadosamente orquestado. Pero, mientras tanto, Melania parece dispuesta a cumplir su papel con la misma actitud que ha definido su paso por la Casa Blanca: en silencio, sin excesos, pero siempre impecable en su puesta en escena. Al final, más allá de los titulares, ella seguirá siendo un enigma cuidadosamente envuelto en un abrigo de diseño.
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