La última y reciente The Apprentice (De Ali Abbasi, con Jeremy Strong) es una muestra de cómo la fascinante figura de Trump en concreto y las de los presidentes norteamericanos, reales o ficticios, han supuesto una fuente de inspiración de películas memorables, malísimas, pasables, buenas o extraordinarias, y series maravillosas como Homeland, las primeras temporadas de House of Cards y por supuesto El Ala Oeste de La Casa Blanca.

Mención especial merecen las películas dedicadas a los distintos Kennedy, como JFK, de Oliver Stone; las de Nixon, el Watergate, como Todos los hombres del presidente; El desafío: Frost contra Nixon (Ron Howard, 2008); u otras tan divertidas como Elvis & Nixon (Liza Johnson, 2016), con Kevin Spacey como Richard Nixon y Michael Shannon como Elvis Presley, centrada en el encuentro de ambos en la Casa Blanca el 21 de diciembre de 1970.

Muy interesante también esa otra maravilla titulada en España A la sombra de Kennedy, sobre Lyndon B. Johnson (Rob Reiner, 2016), con Woody Harrelson, Richard Jenkins, Bill Pullman o Jennifer Jason Leigh.

Por supuesto, también tenemos disparates imprescindibles como Mars Attacks (Tim Burton, 1996) con un presidente llamado Jack Nicholson, acompañado de un reparto que ya quisiera Trump en su nueva administración: Glenn Close, Pierce Brosnan, Danny DeVito, Martin Short, Sarah Jessica Parker, Michael J. Fox, Rod Steiger, Tom Jones, Natalie Portman o Annette Benning.

Estas últimas nos recuerdan otra vertiente presidencial, la de las primeras damas. La primera fue Jacqueline Kennedy (Pablo Larrain, 2016, una peli ratita), y la mujer de Warren Beatty fue el amor del presidente Michael Douglas en El Presidente y Miss Wade (de nuevo Rob Reiner, 1995). Es interminable la lista porque tenemos también la faceta del cine de acción, como Clint Eastwood y Gene Hackman en Poder Absoluto (1997) o Air Force One (Wolfgang Petersen, 1997), donde Harrison Ford, además de presidir el país salva el avión presidencial también con Gary Oldman y Glenn Close rondando por ahí. Y no hablemos de cine histórico, con todo lo que implican figuras como Eisenhower, Washington o Lincoln.

Pero a pesar de las innumerables incursiones de Hollywood en el relato presidencial, el despacho Oval, el poder, la acción, los terroristas, el 11-S, los extraterrestres, la bomba atómica, los espías, los magnicidios, el FBI, la historia, las primeras damas, la Guerra Fría, la de secesión, y el infinito temario alrededor del hombre que manda en la primera potencia mundial, las relaciones verdaderas de Hollywood con los presidentes son irregulares. Por mucho que la Casa Blanca sea una mina de oro para guionistas o directores.

Trump, entre el thriller y la comedia negra

En los últimos años, pocos escenarios han ofrecido un espectáculo tan fascinante, y a la vez tan grotesco, como la relación entre Donald Trump y Hollywood. Una relación que, más que un guion cinematográfico, parece una tragicomedia escrita por un guionista cínico. Con el regreso de Trump a la Casa Blanca, el pulso entre el expresidente y la meca del cine ha adquirido tintes que oscilan entre el thriller político y la comedia negra, dos géneros que, paradójicamente, Hollywood maneja con maestría pero que no esperaba ver encarnados en su propia realidad.

El regreso de Trump, tras una campaña incendiaria y polarizante, no solo ha sacudido los cimientos de Washington, sino que ha encontrado en Hollywood un enemigo tácito pero omnipresente. A diferencia de Silicon Valley, que ha aprendido a convivir —o incluso a prosperar— bajo el ala del magnate, Hollywood permanece en una postura ambigua: ni se atreve a enfrentarlo abiertamente como lo hizo durante su primer mandato, ni puede ignorar las tensiones que su figura provoca en una industria que se autoproclama defensora de la diversidad, la tolerancia y el progresismo.

Trump, astuto en su teatralidad, no ha dejado pasar la oportunidad de convertir esta rivalidad en un espectáculo más de su ya legendaria capacidad para la provocación. En un movimiento que podría ser interpretado como un giro digno de Frank Capra, el presidente ha designado a tres figuras emblemáticas del cine estadounidense como sus emisarios en Hollywood: Mel Gibson, Jon Voight y Sylvester Stallone. Los tres veteranos actores, cada uno más polémico que el otro, han sido encargados de ser los "ojos y oídos" de Trump en la capital mundial del entretenimiento, un gesto que, más allá de su efectividad práctica, rebosa simbolismo político.

Donald Trump con Silvester Stallone tras haber ganado las elecciones

El nombramiento de estas tres figuras resulta tan desconcertante como revelador. Mel Gibson, antaño celebrado por su talento como actor y director, ha visto su carrera marcada por controversias que incluyen acusaciones de antisemitismo y violencia machista. Su inclusión en este peculiar elenco parece más un guiño irónico que una estrategia diplomática. Gibson, cuyo hogar en Malibú fue recientemente arrasado por los devastadores incendios que asolan California, ha respondido al encargo presidencial con declaraciones ambiguas, alternando entre la solemnidad y su conocido fervor religioso.

Por su parte, Jon Voight, el decano del grupo, parece haber encontrado en Trump un motivo de rejuvenecimiento. A sus 86 años, el padre de Angelina Jolie ha abandonado en gran medida los platós para convertirse en uno de los más fervientes defensores del presidente, con quien comparte una visión apocalíptica del estado del mundo. En cuanto a Sylvester Stallone, su elogio desmesurado a Trump como un "personaje mitológico" ha generado un sinfín de titulares, consolidando su papel como el escudero más entusiasta del mandatario.

Este trío, que parece salido de una parodia cinematográfica, ha sido recibido en Hollywood con una mezcla de escepticismo, burla y desconcierto. Mientras los grandes estudios se esfuerzan por recuperar un ritmo de producción que ha caído un 27% desde 2019, la presencia de estos emisarios presidenciales se percibe como un recordatorio de las tensiones que dividen a Estados Unidos, incluso en el ámbito de la cultura.

En contraste con la efervescencia de 2016, cuando estrellas de la talla de Meryl Streep y Robert De Niro utilizaron las ceremonias de premios como plataformas para criticar abiertamente a Trump, la industria parece haber optado esta vez por el silencio. La temporada de premios, que tradicionalmente sirve como escaparate político para actores y cineastas, se desarrolla este año bajo un aura de prudencia. La crisis económica, agravada por la huelga de actores y la incertidumbre climática, ha dejado poco margen para discursos grandilocuentes.

Trump, consciente de este vacío, ha aprovechado para reforzar su relato de reconstrucción nacional, prometiendo devolver a Hollywood su "era dorada" mediante políticas proteccionistas y un renovado impulso al cine patriótico. Aunque estas promesas no han sido detalladas, sus declaraciones en Truth Social han generado un eco en ciertos sectores conservadores, que ven en el cine una herramienta para reafirmar los valores tradicionales.

Sin embargo, la respuesta de Hollywood a esta embestida presidencial se ve limitada por una realidad más inmediata y trágica: los incendios que han devastado California desde principios de año. Con al menos 25 vidas perdidas y miles de hogares destruidos, incluida la mansión de Mel Gibson, Los Ángeles se encuentra en un estado de emergencia que ha desplazado las prioridades hacia la reconstrucción y la solidaridad.

La ironía de esta situación no pasa desapercibida: mientras Trump despliega su grandeza americana, la industria que más ha contribuido a proyectar la imagen del país (y sus presidentes) al mundo enfrenta su propia vulnerabilidad, atrapada entre crisis económicas y desastres naturales.

Si algo ha demostrado la historia reciente es que Hollywood y Trump son dos caras de una misma moneda. Ambos comparten una inclinación por el espectáculo, el dramatismo y la exageración, lo que convierte su enfrentamiento en una suerte de meta-narrativa que supera cualquier guion cinematográfico. Con el nombramiento de Gibson, Voight y Stallone, Trump parece haber creado su propio reparto estelar, dispuesto a llevar a cabo una peculiar misión diplomática que desafía las normas convencionales.

El regreso de Trump a la Casa Blanca se percibe, pues, como un thriller político con tintes de comedia negra. Un escenario en el que los papeles no están claramente definidos, y donde los actores principales —tanto en el cine como en la política— parecen moverse al compás de una improvisación caótica pero irresistible. Lo que Hollywood teme no es tanto el impacto de Trump en sus arcas o en su prestigio, sino la posibilidad de que la realidad, una vez más, supere a la ficción.

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