El primer concierto de Taylor Swift de los dos programados en Madrid habrá entusiasmado a sus numerosísimos incondicionales pero Informalia estuvo en el Bernabéu y la conclusión es que el directo de la artista está sobrevalorado para quienes no militen de antemano en su religión. Las expectativas, el estruendo en los medios, los precedentes, las cifras y otros condimentos, mucho de ellos mediáticos, son excesivos si valoramos la pura música, salvo que seas fan o no hayas visto en acción a monstruos de la talla de Paul McCartney, Bob Dylan, ACDC, Bruce Springsteen, U2, Rolling, Dire Straits, Michael Jackson, Pink Floyd, Tina Turner, Police, Pretenders, Queen, Frank Sinatra, Los Secretos o Elton John, pero también a coetáneas de Taylor como Miley Cyrus, Dua Lipa o Shakira. Entre otros muchos.
Será generacional pero siquiera comparar estos espectáculos que cito con el de la cantante de moda carece de sentido. Es otra liga. El de Taylor es un rosario de clichés, magníficamente ejecutados con la innegable habilidad de la protagonista pero no me emocionan ni su música, ni me subyugan su escenografía ni sus admirables efectos visuales, lumínicos o pirotécnicos. Taylor Swift podrá ser en 2024 la artista más popular del planeta o la que más dinero mueve si tenemos en cuenta las colosales cifras que la encumbran, pero dudo que dentro de 40 años le ocurra a esta mujer como a ACDC, capaces de llenar estadios, como el de la Cartuja de Sevilla, 40 años después de sus comienzos, como hacían los australianos cuando Taylor aún no existía.
Este miércoles asistimos al Bernabéu para hacer esta (impopular) crónica de su regreso a España en el nuevo estadio que Florentino Pérez ha alquilado para el acontecimiento, con disgusto de algunos vecinos mucho menos cabreados cuando el fútbol es el responsable de sus desgracias y las triples filas de los coches aparcados no les llevan a manifestar sus enfados con tanto ímpetu.
Taylor Swift regresó a España tras 13 años y con un maratón de 45 canciones pero el auténtico espectáculo fue el público, entregado a esa diosa que es el tótem vivo de una pobladísima nación 'swiftie' a la que se le debe el máximo respeto aún cuando me resulta incomprensible su más que entusiasta fe en Taylor (como otras fes). Abundan preadolescentes, adolescentes, veinteañeros, y hay bastantes treintañeras, además de padres y madres acompañantes. Todas esas personas capaces de emocionarse y vibrar convirtieron este miércoles el estadio blanco en una fiesta de selfies, bailes y demás goces, todo ello adornado a menudo con vestimentas y maquillajes muy pensadas y trabajadas como parte de su militancia.

Esa nación superpoblada (cientos de millones la siguen en Instagram) es, más que la propia Taylor Swift, la responsable de que este miércoles el estadio blanco sufriera una acongojante metamorfosis, como ha ocurrido a lo largo de su exitosa y rentable gira mundial. Yo que he visto ahí en el Paseo de la Habana a Sinatra, los Rolling, U2 o Pretenders, no recuerdo que los asistentes a un concierto en el campo del Real Madrid se chuparan tres horas con el entusiasmo que mostraron las decenas de miles de adeptos que bailaron, cantaron y hasta iluminaron casi al unísono la tarde noche. Por cierto, que una pulsera que te colocan al entrar decide por ti si alumbras (y en qué color) la canción de turno. Con todo, las tres horas y cuarto música, tapada casi en todo momento con los coros del público, serán una gozada para los numerosos incondicionales pero hay una minoría para la que se nos hizo largo. Muy largo.
Exaltación de la amistad por la comunión que les une en torno a la jefa, abrazos de purpurina y lentejuelas, aplausos compulsivos y euforia contagiosas inundaban los grupos mientras Taylor Swift se ganaba su extraordinario sueldo y arengaba a su clientela madrileña: "Está siendo una experiencia mágica tocar aquí", dijo mientras gran parte del público se creía el numerazo. Pero tal vez, entre tanto enamorado de su arte, alguna de las más de 65.000 almas, además de mí, se dio cuenta, gracias a la pantalla gigante, de que Taylor se estaba descojonando mientras lo decía.
El estadio estaba repleto de gente pero vimos pequeños huecos: o no se agotaron las entradas a pesar de todo, o si se agotaron hubo compradores que no fueron al estadio. No me pareció un concierto memorable, por mucho que se diga lo contrario, pero sí muy trabajado y ensayado, técnicamente casi perfecto en su vertiginosa coreografía, con cambios de principio a fin. Hasta la temperatura ambiente se alió con la organización pues bajó de los más de 30 grados que encendían el Paseo de la Castellana al llegar a eso de las 18.30 hasta unos agradables 26 o menos hacia las 11 de la noche: la gran juerga, la efervescencia y el generoso escenario con pasarela gigante compensaron la mejorable acústica, cuando a las 20 horas vimos un reloj del tipo del de la Puerta del Sol con la cuenta atrás ilustrando la locura general ante la salida a pista de Taylor bañado por el estruendo de su música ya antes de verla salir de su concha sagrada.



El arranque fue tan coreado que se oía fatal a la cantante. Taylor Swift encadenó Miss Americana & the Heartbreak Prince, Cruel Summer y The Man y el Bernabéu enloqueció. La emperatriz, entronada sobre una plataforma hidráulica elevada en el centro del estadio, hizo valer su brilli-brilli, sus botas, su imagen, y desde ese momento su corte de bailarines la escoltó el resto de la noche.
Taylor no es solo una máquina de componer y tocar, y una gran letrista: sabe cuándo poner su cara de simpática, la de malota y la de graciosa. You Need to Calm Down, Lover o Fearless inocularon aún más buen rollito colectivo y a sus 34 años parece que la joven rubia lleva siglos aprendiendo a contagiar optimismo. O eso pareció en cada una de las 45 canciones, perfectamente interpretadas y estructuradas pero sin alma. Al menos para quienes no se la habíamos vendido de antemano a Taylor Swift ya antes de llegar a Concha Espina.
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