Casas Reales

León XIV, un pastor entre el incienso del mundo, el Palio y el Anillo del Pescador que sellan el comienzo de su papado

El Papa León XIV

En el corazón de Roma, donde el mármol aún recuerda la sombra de Pedro y el eco de tantos cónclaves, este domingo se despliega una liturgia que no solo habla a los fieles, sino también a la historia. El Vaticano, ese teatro de lo eterno donde se cruzan el rito y la diplomacia, se viste hoy con los pliegues solemnes del incienso y las notas profundas del gregoriano. La Plaza de San Pedro amanece como un anfiteatro sagrado para un mundo necesitado de símbolos, y lo hace para recibir al nuevo Papa: León XIV.

Robert Francis Prevost —su nombre antes de asumir la túnica blanca— no es solo el Papa número 267 de la Iglesia Católica. Es el primero nacido en Estados Unidos, con sangre peruana en las venas y el verbo de la pastoral agustina en los labios. Su elección, el pasado 8 de mayo, fue una llamada de campana que resonó más allá de los muros vaticanos. Hoy, el mundo lo mira como quien observa una antigua estatua moverse: con esperanza y reverencia. La ceremonia que marca el inicio de su pontificado no es un acto cualquiera. Aquí cada gesto —desde el modo en que el nuevo Pontífice inclina la cabeza frente a la tumba del primer Papa hasta el momento en que le colocan el Palio sobre los hombros— está hecho de siglos. No hay improvisación: el ritual es el músculo del tiempo. Antes de salir a la plaza, León XIV desciende en silencio hasta la cripta vaticana, donde San Pedro espera bajo toneladas de piedra y siglos de oración. Allí, rodeado por patriarcas orientales, el nuevo Papa reza. No pide poder. Pide humildad.

Misa de entronización del Papa Francisco hace diez años

Después, ya bajo el cielo abierto y los ojos del mundo, la misa se convierte en el primer acto público de su pontificado. No hay tiara desde los tiempos del Concilio Vaticano II, pero el Palio y el Anillo del Pescador, que hoy le son entregados, conservan intacto su peso simbólico. El primero, tejido con lana de ovejas bendecidas en la festividad de Santa Inés, le rodea el cuello como una soga de pastor, recordándole que carga sobre sus hombros no el poder, sino las almas. El segundo, el anillo, con su imagen de San Pedro lanzando la red, sella la misión que le ha sido encomendada: ser pescador de hombres, no de influencias.

El encargado de imponerle el Palio es el cardenal protodiácono Dominique Mamberti, el mismo que pronunció, con voz quebrada por la emoción, el "Habemus Papam" hace apenas diez días. Desde aquel anuncio, la figura de León XIV ha comenzado a ser perfilada en la conciencia del mundo católico como la de un reformista tranquilo, un hombre de frontera, con el don de la palabra serena y la mirada atenta a los márgenes.

No es solo una misa, no es solo una investidura. Es una representación del equilibrio que la Iglesia trata de mantener desde hace siglos: tradición sin fósiles, modernidad sin vértigo. En las primeras filas, según dicta el protocolo vaticano, se sientan los representantes de sus dos patrias: el vicepresidente de Estados Unidos y la presidenta del Perú. Detrás, desfilan las monarquías católicas y no católicas, de España a Suecia, con la Reina Letizia vestida de blanco por el privilegio ancestral que solo cinco mujeres en el mundo pueden ejercer ante el Vicario de Cristo. Entre ellos, los reyes de Bélgica, Máxima de los Países Bajos, y el príncipe Eduardo, en nombre del rey Carlos III. La liturgia une lo divino y lo terrenal sin rubor.

Otro objeto entra en escena: la férula papal. No es un cetro, es un báculo pastoral, rematado por una cruz sencilla. Lo usó Pablo VI, y desde entonces lo han sostenido todos sus sucesores. León XIV lo porta no como signo de poder, sino como guía. En las celebraciones más solemnes —como la apertura de la Puerta Santa o la consagración de un templo— será su compañero. Es un bastón que no manda, acompaña.

Francisco recibiendo el anillo del pescador. Y así, bajo los cielos romanos y entre estandartes que ondean como viejas oraciones, León XIV comienza a caminar. No pisa como quien sube un trono, sino como quien se pone al frente de un rebaño. El mundo, ese que a veces olvida mirar hacia dentro, contiene la respiración. Porque a veces, en medio del ruido, un solo gesto de fe, hecho con el peso exacto del silencio, puede mover montañas.

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