Casas Reales

Las pilas del Rey Juan Carlos y sus encuentros con Iñaki Urdangarin: Ginebra tiene un color especial

Hace días adelantábamos que el Rey Juan Carlos había cancelado su viaje a Sanxenxo previsto para la semana pasada por unas revisiones de salud. Fuentes de toda solvencia nos explicaron que el antiguo monarca estaba en Ginebra literalmente para "cambiarse las pilas" de algunos de los dispositivos que lleva, sea para ayudar a su corazón de 87 años o para su sonotone. Además, el padre de Felipe VI llevaba a cabo esta puesta a punto en Ginebra, ciudad en la que reside su hija Cristina y donde, según se desvela ahora, suele encontrarse con su ex yerno, Iñaki Urdangarin, con quien se lleva mucho mejor de lo que se dice y con quien suele encontrarse.

El rey emérito no estará en Sanxenxo para la regata. Sus días de gloria en el mar han quedado atrás, igual que tantas otras cosas. Ahora, sus batallas son otras: la lucha contra el tiempo, la resistencia del cuerpo, la recomposición de los vínculos familiares. Mientras tanto, España observa, sabiendo que en esta dinastía nada muere del todo, todo se recicla y cada capítulo, por muy insólito que parezca, tiene un giro inesperado esperando en la siguiente página.

Ginebra no es Sevilla; ya quisieran los suizos tener tanta gracia y salero como la que riega el Guadalquivir. Pero Ginebra tiene bancos, tiene el color especial del dinero.

Allí, bajo el cielo gris que huele a bancos y a relojes de precisión, un anciano monarca entra en la clínica como quien deja el coche en el taller. Se ha dicho que va a "cambiarse las pilas", expresión que en su caso podría interpretarse literalmente. Porque a sus ochenta y siete años, el rey Juan Carlos es un hombre biónico, ensamblado a base de titanio, prótesis y marcapasos que mantienen en marcha esa maquinaria regia que un día fue un pura sangre y hoy es un viejo navío remendado, pero con la bandera aún en alto.

El emérito ha elegido Ginebra para su puesta a punto, no solo por la discreción suiza, que es tan hermética como sus cajas fuertes, sino porque allí reside su hija Cristina y, casualmente, también aparece de vez en cuando su ex yerno Iñaki Urdangarin. Los dos hombres, antaño tan cercanos y luego separados por un foso de corrupción y escándalo, ahora comparten cafés y paseos en la ciudad de los lagos. Se especula si estas citas son meros encuentros de cortesía o si el viejo rey aún tiene hilos que coser en la madeja de su familia.

Si uno observa con atención la dinastía Borbón, entenderá que es un drama barroco con estructura de Zarzuela. Hay enredos, duques caídos en desgracia, infantes dolientes, reyes distantes y un emérito que juega a ser un patriarca errante, de esos que se marchan a Arabia con la maleta llena de secretos y regresan de vez en cuando para reajustar el tablero. Y en el centro, una historia de amor desmoronada: la de la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin.

Dicen que ella no ha perdonado del todo. Y no se le puede culpar. Cuando el amor ha sido un Titanic, no es fácil salir de las aguas heladas sin alguna hipotermia en el alma. Cristina vivió un romance que tenía todos los ingredientes del cuento de hadas: un deportista olímpico, un matrimonio de cuento, cuatro hijos y una vida que parecía imbatible hasta que se torció en los pasillos de un juzgado. Cuando la corrupción estalló como un globo lleno de aire viciado, la infanta se aferró a su esposo como quien sujeta un tablón en alta mar. Pero la tormenta fue demasiado fuerte.

El divorcio llegó, aunque tarde. La Casa Real le sugirió a Cristina que cortara por lo sano cuando el escándalo de Nóos estalló, pero ella prefirió resistir. Fue leal hasta el final, hasta que ya no hubo final, sino solo un punto y seguido. Ahora, las páginas de esta historia continúan escribiéndose en escenarios discretos, lejos de los focos. Mientras tanto, el palacio de la Zarzuela omite oficialmente el divorcio en sus registros, como si el tiempo pudiera reescribir la historia a golpe de olvido selectivo.

En paralelo, la presencia de Urdangarin sigue siendo un eco incómodo. Sus hijos lo visitan, pero la entrada de Ainhoa Armentia en la ecuación ha complicado los equilibrios familiares. Hay afectos que no se recomponen con facilidad, y hay nuevos nombres que nunca terminan de encajar del todo en los retratos de familia.

¿Y el rey Juan Carlos? Él observa desde su exilio dorado, y de vez en cuando interviene. No se sabe si lo hace por nostalgia, por remordimiento o por la simple inercia de quien ha pasado la vida moviendo piezas en un tablero de ajedrez. Ahora ha decidido tender la mano a su ex yerno, quizá para recordarle que en esta familia, los pecados no siempre se castigan con el olvido.

En Suiza, los Borbón han encontrado un refugio y un campo de maniobras. Allí se producen los encuentros que la prensa apenas alcanza a descifrar, y allí se sellan alianzas que quizá nunca lleguen a ver la luz del día. La historia de esta familia sigue desarrollándose entre sombras, con sus lealtades impredecibles y sus afectos en tránsito.

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