Existe una tendencia perniciosa en el lenguaje que, a fuerza de repetirse, ha terminado por calar en el imaginario colectivo: la de asociar al término "oveja negra" con individuos de dudosa moral, conducta deshonrosa y, en ocasiones, acciones abiertamente despreciables. Este desliz lingüístico, que parece más bien fruto de una pereza mental que de una reflexión seria, se ha vuelto particularmente insidioso en el caso del príncipe Andrés de Inglaterra, a quien algunos han osado calificar con semejante término.
La dignidad de las ovejas
Antes de lanzarnos a diseccionar las razones por las que semejante calificativo resulta un agravio a tan nobles animales, conviene detenerse un momento para reivindicar la figura de la oveja negra, no como símbolo de desdoro, sino como emblema de singularidad. En un mundo donde las ovejas blancas suelen ser vistas como arquetipos de mansedumbre y conformismo, la oveja negra representa, en cambio, una dignidad orgullosa, un desafío al uniforme rebaño. Su pelaje oscuro no es signo de corrupción, sino de rareza, de resistencia al molde.
Atribuirle al príncipe Andrés este apelativo es, por tanto, una injusticia flagrante hacia las ovejas negras del mundo. La oveja negra no engaña, no miente, no abusa de su posición, y mucho menos se rodea de personajes tan siniestros como Jeffrey Epstein o empresarios chinos de dudosa procedencia. Decir que Andrés es la oveja negra de la familia Windsor sería concederle un halo de excéntrica dignidad que, francamente, no merece.
El príncipe de las sombras
No nos engañemos: Andrés, lejos de ser una oveja descarriada que se aleja del redil por mera rebeldía, es un hombre cuyas acciones reflejan una oscura tendencia al abuso de privilegios. Nacido bajo el amparo del lujo y la pompa real, su vida no ha sido sino una sucesión de episodios que oscilan entre lo bochornoso y lo indigno. En lugar de cumplir con los deberes que su posición le imponía, Andrés ha convertido su existencia en una oda al escándalo, arrastrando consigo el prestigio de una institución ya suficientemente cuestionada.
Podríamos remontarnos a los años en que disfrutaba de una predilección maternal que, según los expertos en realeza, rozaba la indulgencia absoluta. La Reina Isabel II, a quien no se le puede reprochar otra cosa que un cariño mal enfocado, dio a su hijo menor alas que él utilizó no para volar hacia la grandeza, sino para zambullirse en un abismo de irresponsabilidad y desdén. Es bien sabido que su relación con personajes como Epstein no fue fruto de un error puntual, sino de una constante búsqueda de compañía y actividades que poco tienen que ver con los valores que la Monarquía debería encarnar.
La entrevista que lo condenó
La cúspide de su desdoro llegó con la entrevista que concedió a la BBC en 2019, en un intento torpe de limpiar su nombre tras las acusaciones de abuso sexual. En lugar de ofrecer explicaciones convincentes, Andrés se hundió aún más en el fango, con excusas que oscilaban entre lo absurdo y lo grotesco. ¿Cómo olvidar su declaración de que no podía haber sudado durante uno de los encuentros porque había perdido esa capacidad temporalmente debido a un trauma de guerra? Esa entrevista no solo arruinó cualquier vestigio de credibilidad que le quedaba, sino que también ofreció una ventana a su incapacidad para asumir responsabilidad alguna.
El príncipe caído (pero no pobre)
El Rey Carlos III, que heredó la difícil tarea de salvaguardar la imagen de la Monarquía, ha sido implacable en su trato hacia su hermano. Le ha retirado títulos, asignaciones económicas y funciones oficiales, y ha intentado, sin mucho éxito, relegarlo al olvido. Sin embargo, Andrés, cual náufrago aferrado a un tablón, se niega a abandonar su vida de privilegios. A pesar de haber sido despojado de sus ingresos reales, el duque de York continúa residiendo en Royal Lodge, una mansión que cuesta cientos de miles de libras anuales en mantenimiento. ¿De dónde provienen los fondos para mantener tal estilo de vida? Esa es una pregunta que Andrés, al igual que con tantas otras cuestiones, parece decidido a eludir.
La resistencia del hombre indigno
A medida que nuevos escándalos salen a la luz, como sus vínculos con un presunto espía chino, el príncipe Andrés se aferra a una posición que no le corresponde. Su negativa a mudarse a una residencia más modesta o a explicar el origen de sus ingresos no es más que otro capítulo en una historia de arrogancia y desprecio por las reglas que rigen a los mortales comunes.
Aquí no hay lugar para metáforas pastoriles. Andrés no es una oveja negra, ni siquiera una oveja descarriada; es, más bien, un depredador que ha utilizado su posición para servirse de los demás. Compararlo con una oveja negra es insultar a esas criaturas que, pese a su singularidad, siguen siendo parte del rebaño. Andrés, en cambio, ha dejado atrás cualquier vestigio de pertenencia, transformándose en una figura que no encuentra cabida ni siquiera entre los suyos.
Una metáfora fallida
Por eso, llamemos a las cosas por su nombre. Andrés no es la oveja negra de los Windsor; es, si acaso, un lobo que, disfrazado durante años de miembro del rebaño, ha desvelado finalmente su naturaleza. Mientras las ovejas negras siguen siendo símbolo de integridad frente al conformismo, el príncipe Andrés es un recordatorio de cómo el poder y el privilegio, si no se administran con responsabilidad, pueden convertirse en armas de autodestrucción.
Al final, quizá sea el tiempo quien dicte su destino. Pero mientras tanto, hagamos justicia al lenguaje y dejemos de mancillar el buen nombre de las ovejas negras con comparaciones tan desafortunadas. El príncipe Andrés es mucho, pero mucho peor.
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