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Divergentes: ni tanto ni por mucho tiempo

  • Draghi sabe que no tardará en cambiar su política, como ha hecho Yellen
<i>Foto: Archivo</i>

Fernando Méndez Ibisate

Los dos principales bancos centrales muestran continuidad en sus directrices. Mientras el BCE anunciaba el 9 de marzo el mantenimiento de su política monetaria expansiva, la Fed exhibía, seis días después, más contundencia en su percepción de cambio de contexto y mayor apremio en su decisión de endurecer la política monetaria.

Las condiciones económicas son, sin duda, distintas (igual ocurre en Japón) a uno y otro lado del Atlántico; pero sobre todo son distintas las percepciones o expectativas más inmediatas y, más que nada, la incertidumbre y los riesgos.

Diga lo que diga Janet Yellen, presidenta de la Fed, sobre que la subida de tipos sólo se debe a la buena marcha de la economía y que nada tiene que ver con la llegada de Trump a la Casa Blanca, lo cierto es que, además de la consolidación de cierto crecimiento aún débil (1,6%) y la mejora del empleo (4,7% de paro en febrero), que han permitido el retorno de la confianza y el aumento del crédito, cuenta con los planes del presidente Trump de impulsar infraestructuras y obra pública, junto con la posibilidad de cierta bajada de impuestos, que otorgaría una mayor disponibilidad de gasto al sector privado (también en inversión), que proporcionan condiciones suficientes en la economía norteamericana para que, si no se retira buena parte de la liquidez existente, se produzca una nueva burbuja en unos años.

Son esos planes fiscales y de gasto lo que motivan el mensaje de Yellen de acelerar ahora la subida de tipos, frente a la parsimonia mostrada en 2016. Y aunque su mandato finaliza el 1 de febrero de 2018, y todo indica que no renovará, no parece que, si las cosas continúan como hasta ahora, vaya a haber un cambio de rumbo en dicha política monetaria. La fortaleza del dólar y la atracción de capitales, que tanto aquélla como unos rendimientos mayores pueden provocar en EEUU, permitirían una financiación bastante más fácil de dichos planes de gasto para los estadounidenses.

Pero, sin duda, eso será por un tiempo no muy prolongado y habrá damnificados, sobre todo en los países en desarrollo, que pronto se verán obligados a elevar sus tipos; algo que también deberán hacer otros bancos centrales de países desarrollados como Canadá, Gran Bretaña, Australia y, ya veremos, Suiza. Y, en ese contexto, el errático y farsante Draghi (su política ha tenido más de teatro y efectismo que de previsión y eficiencia) tampoco podrá mantener mucho tiempo, desde luego no hasta principios de 2018 como pretende, los tipos en cero y una compra de activos (inyección directa de liquidez) al mes de 60.000 millones de euros a partir de abril (hasta marzo son 80.000 millones).

Draghi sabe que no tardará en cambiar su política y de hecho, en ese juego de sombras en el que tan bien se desenvuelve, aunque no lo parezca, ya ha cambiado su estrategia: en sus declaraciones ha dejado claro que la deflación ya no es un problema (nunca llegó a serlo realmente); ha obviado expresamente su "estamos dispuestos a hacer todo lo que sea necesario y emplear todos los instrumentos disponibles"; y el programa de compra de activos o deuda empieza a quedar por debajo del objetivo. Pero lo cierto es que ahora mismo el sistema financiero europeo en su mayor parte revienta de liquidez y tiene colchón suficiente, tal vez con excepciones en Italia o Francia, como para no depender de las operaciones habituales de refinanciación en el BCE. Lo que de momento limita o hace más peculiar el uso del tipo de interés por parte de la autoridad monetaria como instrumento de control de su política.

Los problemas en la eurozona son otros, sobre todo de carácter político y derivados de incumplimientos, quebrantos de compromisos e infracciones de normas sin mayores consecuencias, más allá de las derivadas de los propios mecanismos económicos, y mucha frivolidad burocrática, con exceso de intereses espurios de todo tipo por parte de los funcionarios europeos. Eso acrecienta nuestra incertidumbre y riesgos, debilitando nuestras expectativas.

En la zona euro debemos prepararnos para sufrir peores consecuencias, que bien pueden reflejarse en inflación pero, sobre todo, se manifestarán en un encarecimiento sustancial del servicio de la deuda, que agravará los apuros presupuestarios de los gobiernos, y en mayores dificultades de las autoridades para financiarse en los mercados, cosa que podrán compensar con el aumento de la propia inflación y con una caída sustancial que se producirá en el valor de los títulos de deuda pública. A todo ello hay que aplicar las diferencias o peculiaridades correspondientes a la situación particular de cada país. Pero, incluso con esas asimetrías, el euro podría mantenerse en una posición complicada. Mejoran, desde luego, la posición de negocio del sistema financiero y ciertas formas de ahorro.