Opinión
El sectarismo que nos invade
- En tales condiciones ambientales, la recusación del sectarismo se ha convertido en una obligación cívica
Joaquín Leguina
Madrid,
Poco a poco, los españoles nos hemos ido acostumbrando al sectarismo político, cuyo feroz impulso sólo puede deberse a la demagogia que se ampara en los más bajos instintos. El sectarismo no sólo ha invadido la política, también se ha instalado en ámbitos que debieran estar reservados a la reflexión y la objetividad, tal como la Prensa, convertida hoy en campo de batalla. En tales condiciones ambientales, a mi juicio, la recusación del sectarismo se ha convertido en una obligación cívica. En contra de la ejemplaridad de la Transición, tan predicada durante largos años, los contestatarios -en parte, hijos de la generación que había protagonizado esa Transición- ponían en solfa las bondades de ésta, llegando a denunciar como cobarde una de las piezas que fueron claves en aquella aventura democrática: la Ley de Amnistía de 1977 que, según estos críticos, no sólo había sido aprobada bajo la amenaza y el ruido de los sables, también dotó de impunidad a los crímenes contra la Humanidad cometidos por el franquismo. Además de haber servido para imponer una supuesta amnesia colectiva sobre la guerra civil y sus funestas consecuencias.
El discurso "políticamente correcto", es decir, indiscutible e incuestionable, estaba servido y se imponía la unanimidad en el conjunto de la izquierda frente a una derecha heredera del franquismo, incapaz de asumir la trágica realidad de las fosas. Soy consciente de que en España los debates tienden a emponzoñarse, sobre todo si alguien pone en duda las "verdades reveladas", y no soy el único en asegurarlo. Veamos, por ejemplo, lo que a este respecto escribió el profesor Álvarez Junco: "Debates aparentemente teóricos entrañan con frecuencia riesgos muy reales. Esto lo han sabido de sobra, por ejemplo, en la España de los últimos 30 años, quienes intentaban plantear en términos racionales el tema del nacionalismo ante ambientes nacionalistas; sus palabras podían terminar en amenazas físicas, rupturas de viejas amistades u ostracismo".
Pero la cosa no es nueva, sino que responde a una arraigada tradición española, la de la intolerancia –tan ligada a las religiones monoteístas- que anidó entre nosotros hace ya muchos años y que, como el río Guadiana, salta sobre la tierra tras breves tramos oculto bajo ella. Refiriéndose a esa intolerancia, Jon Juaristi nos ha recordado que "el marbete de pastelero se endosó prácticamente a todos los gobernantes moderados de la España liberal, en el siglo que va desde la Regencia de María Cristina (1833-1840) a la Segunda República (1931-1939). Pasteleros fueron, según dicho criterio, Martínez de la Rosa (el primero de todos), Cánovas, Sagasta, Silvela, o Maura. Según una imagen muy gráfica, el liberalismo razonable sobrevivió a duras penas en un país cuya mitad septentrional se dedicaba a preparar guerras civiles y la meridional a desatar revoluciones. La persistencia de la retórica apocalíptica (y milenarista) puede comprobarse en poetas de ambos bandos durante la última guerra civil (los de Pemán y Alberti son, quizá, los casos más evidentes) pero también en la desenfrenada oratoria de políticos, sindicalistas, militares y obispos. Acaso lo más preocupante sea su irrupción en el lenguaje mediático de esta primera década del siglo XXI, caracterizada en España por un creciente descrédito de la tolerancia política. Esa intolerancia sectaria trae aparejado un evidente deterioro en el debate público español.