Opinión
La crisis inmobiliaria de China es peor de lo que parece
- En PIB, la inversión residencial en 2020 de China fue un 50% superior a la de Japón en 1990
- El número de chinos urbanistas de entre 28 y 32 años logró su punto máximo en el año 2019
- El envejecimiento y la reducción de la fuerza laboral han generado presiones al alza sobre los salarios, alimentando la inflación interna, debilitando la industria manufacturera y transformando a Japón de un país con superávit a uno con déficit
Yi Fuxian
Madrid,
La economía de China presenta hoy una inquietante similitud con la de Japón en los años noventa, cuando el estallido de una burbuja inmobiliaria derivó en una prolongada estancación. Pero las "décadas perdidas" de Japón no fueron el resultado inevitable de tendencias irreversibles, sino consecuencia de errores de política, derivados de una interpretación equivocada de los desafíos a los que se enfrentaba la economía. ¿Repetirán los responsables chinos los mismos errores? La burbuja inmobiliaria japonesa fue precedida por un fuerte incremento en la relación entre los precios de la vivienda y los ingresos anuales, con un aumento en Tokio de ocho veces en 1985 a dieciocho en 1990. Este fenómeno estuvo impulsado por varios factores, como la política fiscal sobre la propiedad del suelo, la desregulación financiera y una deficiente coordinación entre las políticas fiscal y monetaria. No obstante, la demanda por parte de compradores primerizos –de entre 39 y 43 años de media– también tuvo un papel decisivo.
Debido a que los propietarios se sentían más ricos, aumentaron su consumo. Esto elevó los precios de bienes, servicios y acciones, generando más empleo y reduciendo el paro. Pero pronto la demanda de nuevas viviendas comenzó a caer, y los cambios demográficos fueron clave. En 1991, cuando el porcentaje de población japonesa mayor de 65 años alcanzó el 13%, el número de compradores primerizos empezó a disminuir. Los precios inmobiliarios se desplomaron, la bolsa colapsó y Japón entró en una trampa deflacionaria caracterizada por una caída de la natalidad y un aumento del desempleo.
Un diagnóstico erróneo agravó la situación: lo que en realidad era una enfermedad demográfica crónica se trató como una dolencia aguda. Las autoridades pensaron que Japón sufría una apreciación excesiva del yen tras el Acuerdo del Plaza de 1985, mediante el cual las principales economías acordaron devaluar el dólar. Para frenar la subida del yen, imprimieron dinero, bajaron los tipos de interés, aumentaron el déficit público y aplicaron medidas de expansión cuantitativa (quantitative easing). Estas políticas, junto con el repunte de compradores de vivienda a partir de 2001, hicieron que los precios inmobiliarios volvieran a subir, agravando la enfermedad de fondo. Formar una familia se volvió más caro, lo que llevó a los jóvenes a retrasar el matrimonio y tener menos hijos. El Gobierno intentó fomentar la natalidad con medidas como subsidios por hijo y mejoras en los servicios de guardería, pero los resultados fueron limitados: la tasa de fertilidad subió de 1,26 hijos por mujer en 2005 a apenas 1,45 una década después.
En ese momento, el entonces primer ministro Shinz? Abe se marcó como objetivo elevar la tasa de fertilidad a 1,8. Sin embargo, las medidas adoptadas –como facilitar la reincorporación de las mujeres al trabajo tras el parto– no lograron contrarrestar los efectos de una política monetaria ultra expansiva, considerada necesaria para combatir la deflación y estimular el crecimiento. Los precios de la vivienda siguieron subiendo, los matrimonios continuaron descendiendo y los nacimientos cayeron en picado. El año pasado, la tasa de fertilidad en Japón fue de tan solo 1,15 hijos por mujer.
En el pasado, Japón veía con buenos ojos los tipos de interés bajos y un yen débil, dado que su economía dependía en gran medida de las exportaciones. Pero el envejecimiento y la reducción de la fuerza laboral han generado presiones al alza sobre los salarios, alimentando la inflación interna, debilitando la industria manufacturera y transformando a Japón de un país con superávit a uno con déficit, haciéndolo vulnerable a la inflación importada. Así, Japón ha salido de su trampa deflacionaria solo para caer en una trampa inflacionaria de largo plazo que, al reducir el poder adquisitivo y la capacidad para criar hijos, agravará aún más el colapso demográfico. El intento de Japón por superar sus "décadas perdidas" podría estar allanando el camino hacia unos "siglos perdidos".
Esto debería servir como advertencia para China, que enfrenta sus propias crisis inmobiliaria y demográfica. En las últimas décadas, la rápida urbanización, la escasez artificial de suelo inducida por políticas públicas, la dependencia de los gobiernos locales de los ingresos por venta de terrenos y unas expectativas desmesuradas de crecimiento futuro hicieron que los precios inmobiliarios se disparasen. La fuerte demanda por parte de compradores primerizos también contribuyó: dado que, por décadas de restricciones a la natalidad, los jóvenes chinos no suelen tener hermanos, tienden a comprar su primera vivienda unos once años antes que los japoneses.
Sin embargo, el número de chinos urbanitas de entre 28 y 32 años alcanzó su punto máximo en 2019, y poco después estalló la burbuja inmobiliaria. Actualmente, el sector inmobiliario –que en su punto álgido entre 2020 y 2021 representaba el 25% del PIB y el 38% de los ingresos públicos– se encuentra sumido en una grave crisis: la demanda es débil, la construcción ha caído y la sobrecapacidad es severa. El descenso de precios ha diezmado la riqueza de los hogares, con pérdidas equivalentes al valor de toda la producción económica anual del país. Esto ha socavado el consumo, el empleo, el crédito y la inversión.
La crisis que se cierne sobre China es más grave que la que afrontó Japón. Para empezar, la burbuja inmobiliaria china es mucho mayor. Por ejemplo, la inversión residencial como porcentaje del PIB en China en 2020 fue un 50% superior a la de Japón en 1990. En ese mismo año, el 70% de los activos totales de los hogares chinos eran inmuebles, frente al 50% en Japón en 1990. Además, la relación precio-ingreso en China hoy más que duplica la que tenía Japón en 1990. Por otro lado, la tasa de fertilidad en China es aún más baja. Mientras que Japón vivió un segundo repunte de compradores primerizos una década después del primero, China no puede esperar nada parecido. La proporción de mayores de 65 años está aumentando en China mucho más rápidamente que en Japón: al país nipón le costó 28 años alcanzar el nivel que China alcanzará entre ahora y 2040. Durante el periodo equivalente en Japón (1997-2025), su crecimiento del PIB promedió apenas un 0,6% anual.
Por último, China enfrenta presiones deflacionarias y de desempleo mucho mayores que Japón. En 2020, el consumo de los hogares chinos representaba solo el 38% del PIB, frente al 50% en Japón en 1990. Pero quizás el signo más preocupante es que el gobierno chino sigue presumiendo de un potencial de crecimiento del 5%, e incluso algunas voces prominentes apuntan a tasas del 8%. Para lograrlo, las autoridades están adoptando medidas de retorno inmediato –como ampliar la oferta de vivienda asequible o aplicar políticas de expansión cuantitativa– mientras ignoran casi por completo los débiles fundamentos estructurales de la economía. Como decía Hegel: "Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos nada de la historia."