Opinión

'Liberation Day', o cómo la ingenuidad frena la economía

  • La fiesta del gasto público la pagan, en buena parte, inversionistas extranjeros
  • Está por ver lo que aguanta un gobierno con precios subiendo y la economía no
El dólar se ha debilitado debido a los anuncios de los nuevos aranceles de Trump

Pablo Duarte
Madrid,

Con el anuncio de nuevos aranceles por parte del presidente de EEUU, Donald Trump, los mercados han reaccionado con visible nerviosismo: el dólar se debilitó, las bolsas se han teñido de rojo y los bonos del Tesoro vuelven a brillar, como refugio seguro en tiempos de tormenta. Europa no es ajena al huracán, dada la relevancia de su sector industrial, y ha visto cómo el precio del crudo también se resiente. Aunque a veces algo distraídos, parece que los inversores finalmente han abierto los ojos ante una verdad incómoda: las barreras al comercio internacional no fomentan el crecimiento; lo obstaculizan. A contracorriente del relato oficial, la política arancelaria podría no ser la herramienta mágica para revivir la industria norteamericana, sino más bien un freno a la inversión.

La lógica que respalda la imposición de aranceles es, en apariencia, sencilla: al ser el dólar la moneda de reserva mundial, existe una demanda global elevada que sobrevalora su tipo de cambio. Esto encarece los productos estadounidenses frente a la competencia extranjera, lo que -según esta visión- explica el persistente déficit comercial. La solución que proponen Trump y su equipo es igual de simple: encarecer artificialmente las importaciones para nivelar el terreno de juego y propiciar una gloriosa reindustrialización.

El problema es que los hechos no encajan. No hay consenso en que el dólar esté sobrevalorado; de hecho, el Índice Big Mac de The Economist sugiere lo contrario al compararlo con el euro. Más que culpa del dólar fuerte, los déficits en cuenta corriente reflejan una mezcla menos amena: déficits fiscales elevados y una tasa de ahorro nacional baja. La fiesta del gasto público la pagan, en buena parte, inversionistas extranjeros.

Pese a ello, el presidente Trump propuso una tarifa "recíproca", dejando a los expertos boquiabiertos. Se esperaba un método sofisticado para estimar estas tarifas, dadas las complejidades del comercio internacional. En cambio, la fórmula fue de una simplicidad sospechosa: dividir el déficit comercial bilateral por el valor de las importaciones y aplicar ese porcentaje como arancel. Ejemplo práctico: si las importaciones desde un país duplican las exportaciones hacia él, la tarifa a imponer sería del 50%. Elegante en su aritmética; ingenuo en sus consecuencias.

Este planteamiento ignora que los flujos comerciales no responden linealmente a los aranceles. No hay garantía de que las importaciones se reduzcan sin afectar las exportaciones. Si Colombia exporta menos café a EEUU, ¿cómo obtendría los dólares necesarios para seguir comprando productos estadounidenses? Resultado probable: menos ventas de un lado, menos compras del otro, y ambos países con la taza medio vacía. De hecho, los datos históricos muestran que exportaciones e importaciones suelen moverse al unísono, para arriba y para abajo.

No sorprende entonces que los mercados no hayan brindado esta vez el mismo aplauso entusiasta que ofrecieron en 2024 cuando Trump fue elegido presidente. El riesgo de que esta nueva ronda de aranceles ralentice el comercio global es real, y no menor. La creciente incertidumbre -alimentada por giros bruscos en la política comercial y por insinuaciones sobre el retiro del paraguas militar estadounidense- comienza a minar la confianza de los inversores. Y sin confianza, no hay inversión. Y sin inversión, ya sabemos lo que viene.

A esto se suma un ingrediente inflamable: la inflación. Aranceles más altos encarecen los bienes importados, lo cual presiona al alza los precios. En marzo, la inflación interanual ya era del 2,8%. Si, en respuesta al menor crecimiento, la Reserva Federal decide retomar su política de cortes de tipos, podría inyectar más liquidez en una economía con precios en ascenso. El resultado sería la temida estanflación: crecimiento débil con inflación al alza. Queda por ver cuánto aguanta políticamente un gobierno en ese incómodo terreno donde los precios suben y la economía no. Mientras tanto, los inversores miran con anhelo hacia horizontes más predecibles: una economía sólida, abierta al comercio y libre de arrebatos arancelarios o burocracias que estrangulen la libertad económica. Europa puede ser una alternativa, pero deberá resolver sus propias contradicciones.