Jornada laboral o la tragicomedia de la intolerancia
- La reducción impuesta del tiempo de trabajo reduce la productividad
José María Triper
Cuando en cualquier país democrático de nuestro entorno lo lógico y la habitual sería responder con pactos de Estado a las demandas imperiosas de los ciudadanos. Aquí y ahora, desde la llegada del sanchismo a La Moncloa el Gobierno parece empecinado en resucitar ese Spain is different, de la década de los sesenta y en lugar de buscar la colaboración y el acuerdo para dar solución a los problemas y necesidades de los españoles se dedica a legislar manu militari, además de dividir a la sociedad, colonizar las instituciones y anteponer los intereses personales y políticos al interés común de los ciudadanos.
Es lo que ocurre cuando el sectarismo ideológico se antepone a la lógica económica y a la realidad social como está ocurriendo con la reducción de la jornada laboral. Una imposición autoritaria de la ministra Yolanda Díaz, la de los cohetes y los algoritmos, para intentar recuperarse del declive electoral de una coalición en fase de extinción.
Resultaría inverosímil, si no fuera una realidad, que en un país con más de 3,5 millones de parados reales, donde la contratación indefinida apenas supera el 35% del total de los contratos y hay 831.865.fijos discontinuos inactivos, que tiene un millón de personas que compaginan dos o más empleos, donde la productividad está un 20% por debajo de los países industrializados, el Gobierno y los sindicatos mayoritarios se preocupen sólo de imponer medidas demagógicas y poner palos en las ruedas de la inversión en lugar de dedicarse a crear puestos de trabajo.
Porque digan lo que digan las cifras cocinadas del Ministerio de Trabajo, que tienen más trampas que las encuestas de Tezanos, en la España del sanchismo no se crean puestos de trabajo sino que se reparte el escaso empleo existente.
Cualquier persona con nociones elementales de economía y que conozca o haya pisado alguna vez una empresa sabe, o debería saber que es el aumento de la productividad lo que permite reducir la jornada y subir los salarios, mientras que una reducción de jornada impuesta supone desajustes organizativos aumento de los costes laborales y por tanto caída de la productividad y un freno a la contratación.
Daños colaterales que se verán agravados con la imposición, también dictatorial de la ministra, de subir el salario mínimo a 1.184 euros, sin el aval de la patronal y cuyo coste salarial se eleva a 80 euros al mes para las empresas con el riesgo adicional de que se igualen los sueldos de los trabajadores experimentados con los de los menos formados.
Pagar menos horas y mantener o subir los salarios supone un aumento a adicional al crecimiento de los costes laborales que están creciendo al mayor ritmo de los últimos 24 años asfixiando, junto a los impuestos abusivos, a las pequeñas y medianas empresas que suponen más del 98%de nuestro tejido empresarial, que aportan el 70% del empleo nacional y que difícilmente podrían afrontar la situación por lo que se verían obligadas a despedir trabajadores o al cierre del negocio.
Recientes estudios estiman que la reducción de jornada planteada supondría un coste de 42.400 millones de euros para las pequeñas y medianas empresas, 11.800 millones por las horas perdidas y 30.600 millones por lo que dejaría de producirse, afectando especialmente a los sectores de transporte, comercio, hostelería e información y telecomunicaciones. Todo ello con el añadido de que los continuos cambios regulatorios, tanto en la parte fiscal como laboral, introducen inseguridad jurídica a la hora de llevar a cabo nuevos proyectos de inversión y paralizan las inversiones exterior.
Claro que ahora para que se apruebe el decreto en el Congreso, Sánchez tendrá que volver a humillarse y pedir permiso a su jefe Puigdemont que es el quien de verdad manda y gobierna como ha vuelto a demostrar obligando al inquilino de La Moncloa a trocear el decreto ómnibus, que sólo horas antes decía que era inamovible, y a tramitar la moción de confianza.
Este es el sentido democrático, la defensa de los intereses nacionales y la forma de entender la solidaridad de un gobierno autoritario, de una ministra doctrinaria y de unos sindicatos, CCOO y UGT, convertidos en felpudos del Gobierno y en cómplices de la agonía del diálogo social.