Opinión

El poder de destruir

  • Un gobierno debería implementar reformas fiscales a largo plazo

Lorenzo Bernaldo de Quirós

En 1819, el presidente del Tribunal Supremo de EEUU, John Marshall, acuñó una máxima de enorme actualidad en España: "El poder fiscal de cobrar impuestos implica el poder de destruir". En ella se resume la política impositiva desplegada por la coalición social comunista desde su acceso al poder y su decisión de convertir en permanentes los impuestos "excepcionales y temporales" aplicados a la banca y a las compañías energéticas. Ello no obedece a criterio alguno de racionalidad económica, financiera o redistributiva. Por añadidura, la excepcionalidad aducida para legitimar su introducción (el alza de los precios de la energía y la subida tipos de interés a raíz de la escalada de la inflación) ha desaparecido. Se está ante una medida ideológica, cuajada de demagogia al servicio de un único propósito: financiar el desmesurado crecimiento del gasto público sin tener en cuenta su impacto sobre la actividad productiva, sobre el empleo y sobre la competitividad de la economía española.

Para empezar, el Gobierno español ha incumplido de manera sistemática las resoluciones de la Unión Europea. Ha empleado la cifra de negocios como base imponible en vez de los beneficios. Ha mantenido esos gravámenes en 2023 y 2024 y pretende prolongarlos sine die cuando la normativa europea fijó el límite de su vigencia en 2023. Ha vulnerado su compromiso de ajustar esa tributación a los criterios establecidos por la UE. Ha desoído la llamada de la Comisión Europea (CE) a eliminarlos por la enorme incertidumbre generada en los inversores. Y, ahora, en un escandaloso ejercicio de inconsistencia, la CE ha aceptado su perennidad al aprobar el Plan Fiscal y Estructural del Gobierno español.

El sector energético aporta al PIB español un 19,6%, un 18,95% excluidas las renovables, y, a modo de ejemplo, tres compañías, Repsol, Cepsa y BP, generan de modo directo e indirecto unos 200.000 puestos de trabajo; el bancario supone el 3,1% del PIB y proporciona ocupación a mas de 160.000 personas. Entre el 90%, y el 84% del empleo directo total en ambos es de naturaleza indefinida. En este contexto es básico preguntarse cuáles serán los efectos de perpetuar el impuestazo sobre ambas actividades.

El nuevo Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) estima en 308.000 millones de euros las necesidades de inversión durante los próximos cinco años en redes de transporte y distribución de energía, así como en la generación de electricidad y combustibles de origen renovable. Conforme a las previsiones del PNIEC, el 80% del capital ha de provenir del sector privado. Pues bien, alcanzar ese objetivo es incompatible con el mantenimiento del impuestazo. Este reducirá los incentivos y los recursos de las empresas para acometer esos proyectos en el corto, en el medio y en el largo plazo por una sencilla razón: la disminución de la tasa de retorno presente y futura de la inversión. Pero ahí no termina la historia.

La menor rentabilidad de las compañías energéticas españolas dificultará su capacidad de captar capitales nacionales e internacionales, poniéndolas en una posición de desventaja respecto a sus competidores. Esto es letal para un país, como España, que es un referente europeo en actividades con un marcado carácter exportador, como el refino. En consecuencia, el impuestazo agravará el déficit de la balanza comercial española y esto es relevante, ya que el superávit de la balanza de pagos por cuenta corriente tiene una excesiva dependencia de los servicios turísticos con tendencia a estabilizarse y/o a caer mientras las ventas de bienes al exterior, en especial, los industriales cuyo superior valor añadido presentan un escaso dinamismo.

El tributo desincentiva a las empresas con vocación de invertir y crear empleo en España y beneficia a otras cuya actividad está ubicada en el extranjero y su incidencia sobre la economía, sobre creación de puestos de trabajo y sobre la industria nacional es escasa, por no decir irrelevante. Además, la permanencia del gravamen se traducirá de manera inexorable en una deslocalización de las inversiones hacia lugares en donde su tratamiento fiscal es menos oneroso. Esto no sólo tendría consecuencias negativas sobre la economía y el empleo, sino también sobre los ingresos del Estado, cuya voracidad fiscal no se verá recompensada. Esta misma semana REPSOL ha decido desarrollar en Portugal su proyecto de hidrógeno verde.

¿Qué pasa con la banca? El Gobierno justificó el gravamen a las entidades de crédito con un argumento falaz: las subidas de tipos de interés les han proporcionado, beneficios extraordinarios, concepto subjetivo y arbitrario per se. En cualquier caso, esa lógica implicaría que su descenso, como comienza a suceder, debería llevar aparejada la eliminación del tributo o su reducción. Ambas posiciones son absurdas porque ignoran algo elemental: las tasas de interés, por su propia naturaleza, varían a lo largo del ciclo económico y conforme a variables no controladas ni controlables por las instituciones crediticias. Las alzas de tipos pueden generar mayores ingresos coyunturales, pero también elevan los costes de financiación y pueden producir pérdidas en las carteras de valores mantenidas por los bancos erosionando su solidez.

Dicho eso, la perpetuación del impuestazo sobre los bancos tendrá tres efectos: primero, el encarecimiento de los préstamos para los hogares y para las familias con el consiguiente deterioro de su posición financiera y el incremento del riesgo crediticio; segundo, la disminución de los flujos crediticios a los agentes privados; tercero, el debilitamiento de la capacidad de las instituciones para construir bases de capital sólidas y provisiones adecuadas, lo que aumenta su vulnerabilidad ante la emergencia de cualquier shock interno o externo. Por eso, el BCE se mostró crítico hacia la introducción de ese gravamen y absolutamente contrario a su permanencia.

En lugar de aplicar una fiscalidad injusta y discriminatoria contra sectores fundamentales de la economía española, un Gobierno con un mínimo sentido común y altura de miras haría lo contrario: implementar reformas fiscales a largo plazo destinadas a estimular los fundamentos del crecimiento económico como son el trabajo, el ahorro, la inversión y la innovación. Esto es impensable con la coalición social comunista que rige los destinos patrios y empeñado en destruir las bases de la prosperidad.