Opinión

¿Reformar o deformar la fed?


    Barry Eichengreen

    La campaña presidencial en Estados Unidos ha dado un giro absurdo en cuanto los candidatos se han puesto a presentar sus propuestas de reforma de política monetaria. No es la primera vez, en efecto, que un candidato presidencial sugiere cambios a la gestión de la política monetaria en el país, pero la naturaleza radical e incluso descabellada de la última tanda de planes es excepcional en términos históricos.

    No es ningún misterio por qué estas propuestas atraen a los candidatos y posibles votantes. Desde la crisis financiera, la Reserva Federal estadounidense ha tomado una serie de pasos sin precedentes, recortando los tipos de interés a cero, expandiendo a lo grande su hoja de balance y rescatando a entidades financieras en apuros. Esas medidas pretendían tratar las dolencias de la economía pero su misma asociación con ellas alimenta la creencia de que, de una manera u otra, son su causa subyacente.

    De igual forma, la participación de la Fed en los rescates de entidades financieras en apuros se critica porque favorece a Wall Street por encima de cualquier otra calle. Aparte, a la Fed se le reprueba por generar desigualdad, primero al mantener unos tipos de interés bajos, que perjudican a las personas con rentas fijas, y ahora por aumentar los tipos y colocar un techo al crecimiento salarial.

    Haga lo que haga, está mal, y por motivos que nada tienen que ver con la política monetaria actual. Dos de los rasgos más arraigados de la cultura política estadounidense, cuyas raíces se extienden al siglo XVIII, son el recelo hacia un gobierno poderoso y la desconfianza del poder financiero concentrado. La Fed es la entidad que mejor sintetiza ambos miedos.

    De ahí la propuesta de los candidatos republicanos Ted Cruz, Rand Paul y Mike Huckabee de exigir que la Fed mantenga un precio fijo en dólares del oro, aunque llamarlo propuesta es algo generoso. Sus impulsores no concretan si la Fed estaría obligado a suministrar oro a ese precio a todo el mundo, como antes de 1933, o solo a los gobiernos foráneos, como de 1945 a 1971. Y tampoco explican si esa obligación podría suspenderse en caso de emergencia, como en esos periodos.

    Es más, no argumentan las particularidades del oro aparte de su cualidad talismánica. No aclaran por qué la Fed debe centrarse en estabilizar el precio de este metal en particular y no en el precio de una cesta representativa de bienes y servicios. En efecto, si los críticos se centraran en esto último, podrían dar nombre a la propuesta. La llamarían ?objetivo de inflación?.

    Las propuestas a favor de una ?norma Taylor? son más serias, aunque solo sea porque dicha norma, descrita por primera vez por el economista de la universidad de Stanford John Taylor, vincula el tipo de interés política a esa cesta representativa de bienes y servicios, o índice de precio de consumo, aunque se ajusta según la tasa de paro. La norma es una mera fórmula que pretende explicar por qué la Fed ha fijado su tipo de interés político como lo hizo en los años ochenta y principios de los noventa, la etapa que Taylor consideró en su estudio original.

    La norma Taylor es una guía de política deseable solo si creemos que las políticas de ese periodo lo fueron o, más al grano, que unas políticas similares lo serían en el futuro. No ofrece un camino directo para tratar otras preocupaciones, como la estabilidad financiera, que según la mayoría debería, a la luz de los últimos acontecimientos, figurar en un lugar más destacado en las decisiones de política monetaria.

    Algunas propuestas de reforma de Bernie Sanders, aspirante a candidato demócrata, también merecen ser tomadas en serio. El hecho de que tres de nueve directores de los bancos de la reserva regional del Fed sean banqueros privados es un anacronismo que suscita la aparición y potencial realidad de un conflicto de intereses. La sugerencia de Sanders de que el presidente de EEUU, en lugar de los directores, nombre a los presidentes de los bancos regionales de reserva es también digna de tener en cuenta.

    Conviene recordar que los peculiares acuerdos que están vigentes hoy se diseñaron para vencer la oposición del sector financiero al establecimiento de un banco central cuando se aprobó la Ley de la Reserva Federal en 1913. Eso ya no es un problema sino al contrario: el sector financiero actual es uno de los últimos defensores acérrimos de la Fed.

    Otras propuestas de Sanders son más dudosas. Por ejemplo, publicar las transcripciones completas seis meses después de las reuniones de la Fed garantizaría un debate con guion y las discusiones importantes se trasladarían a una antesala. El resultado ilógico sería un declive de la transparencia política.

    Por encima de todo, las últimas declaraciones de Sanders delatan una inclinación preocupante a interferir en la conducta de la política monetaria. Sostiene que la Fed no habría elevado los tipos de interés en diciembre en respuesta a la ?inflación fantasma?. Tal vez tenga razón pero no es función del presidente de EEUU decirle a la Fed cómo gestionar su tipo oficial.

    La independencia del banco central es una piedra angular de una política monetaria efectiva. Incluso un aspirante a presidente debería ser sensible a ese hecho.