Un proyecto para España
Alberto Nadal
Todos los países precisan de un proyecto alrededor del cual aglutinar a toda la población. España no es una excepción. Más bien al contrario. Con su largo historial disputas ideológicas, religiosas y territoriales España precisa más que ningún otro país un proyecto en el que nos podamos sentir identificados todos los españoles y que permita construir grandes consensos nacionales por encima de nuestras pequeñas y grandes querellas.
Las generaciones anteriores lo consiguieron, pero da la impresión de que la generación actual está fracasando. La generación de nuestros abuelos, a base de esfuerzo y trabajo, consiguió dar un salto en renta y crear la gran clase media española. La España de principios de los años 70 empezaba ya a parecerse en su estructura económica a la de los países desarrollados.
Los que nacimos en esa época a principios de los años 70 vimos cómo se apagaba el franquismo en nuestra primera infancia, y, cómo el país se encaminaba con ilusión hacia un proyecto común: la construcción de un sistema democrático que nos homologará con el resto de los países avanzados del mundo. Esa fue la gran obra de la transición; por primera vez, teníamos instituciones democráticas y una Constitución que partía de lo que tenemos en común y no de lo que nos diferenciaba. En esa Constitución, con sus dificultades, pero con generosidad, se establecieron acuerdos sobre nuestro sistema institucional, la división de poderes, la forma de Estado, la estructura de relaciones laborales, las relaciones con las confesiones religiosas, etc. Y, por primera vez en nuestra historia, de forma democrática y consensuada se abordó la cuestión territorial.
Terminada la transición, el gran proyecto común fue nuestra integración en Europa. En los años 80 culminamos un largo proceso de negociación que nos permitió acceder a la Unión Europea, y, en los años 90, formamos parte de los países fundadores de la Unión Monetaria. Con sus deficiencias, y aún con muchos problemas, la España de comienzos del siglo XXI parecía haber superado los fantasmas del pasado: en lo económico, era un país desarrollado y, aunque había todavía un gran diferencial de renta con los países más avanzados de Europa, con relación al resto del mundo, España ya era una economía rica. En lo político, teníamos un sistema homologable al de cualquier otro país de larga tradición democrática y lo habíamos hecho, además, en muy poco tiempo. A su vez, habíamos construido un sistema autonómico que, en la práctica, descentraliza el poder político a nivel igual o superior que en cualquiera de los Estados federales y esto permitía superar muchos conflictos que en el pasado habían dado al traste con todos nuestros experimentos democráticos. En el ámbito internacional, España formaba parte del proceso de integración europeo al que, aunque se había incorporado tardíamente, se suma rápidamente a los avances que se profundizaban en este proceso de integración.
Y, sin embargo, desde entonces, se percibe una falta de proyecto. Ya no hay una gran aspiración nacional alrededor de la cual se agrupen todos los españoles y que invite a la colaboración entre todos los grupos sociales y políticos; una empresa común que nos ayude a superar nuestra tendencia al conflicto interno. En ausencia de este proyecto común, lo que tenemos es disputas ideológicas, conflictos por la lucha de rentas y enfrentamiento territorial. Estos conflictos se dan en todos los países, pero en España, por nuestra historia, por nuestra geografía y por nuestra manera de ser, tienden a ser muy destructivos si no encontramos una idea ilusionante alrededor de la cual congregar a todos los españoles.
La carencia de ello no deja de sorprender pues, como mencionaba antes, a principios del siglo XXI España era un caso de éxito y parecía que estábamos en la rampa de salida para conseguir el siguiente gran objetivo: la convergencia en renta y en desarrollo con los países más avanzados de Europa; situar, por fin, a España como un actor cada vez más relevante e influyente en la comunidad internacional.
Pero, desgraciadamente, este objetivo no parece tener tracción suficiente. Aunque se menciona en algunos discursos políticos y es un objetivo genérico en los programas electorales, la realidad es que carece de la fuerza y de la presencia que los objetivos de democratizar España o de integrarla en Europa tuvieron para las generaciones pasadas. Carecemos en estos momentos de un proyecto nacional y, de forma creciente, se está instalando la idea de que sólo se puede mejorar si es a costa de otro. Todo se plantea en términos de conflicto: la distribución de renta, la planificación de infraestructuras, la financiación autonómica, el desarrollo de nuevos sectores, la educación, el sistema tributario, etc. Parece que no se puede hacer nada a favor de un grupo o de una región si no es a costa de los demás. Así, el debate político se ha convertido en una guerra de todos contra todos, en la que los distintos grupos sociales y partidos políticos intentan representar a alguna de las partes en conflicto.
En toda sociedad hay conflicto de intereses. En los parlamentos, e incluso dentro de los gobiernos, están representados estos conflictos y se les intenta dar una solución. Pero nunca llueve a gusto de todos y, sin un cemento qué aglomere el tejido social, la política se convierte en un conflicto permanente. Carecemos de un proyecto ilusionante para la gran mayoría de los ciudadanos que permita limitar y encauzar estos conflictos. En una familia, no todos sus miembros están siempre de acuerdo con lo que se decide, a veces les toca ceder a unos, y otras veces a otros. Pero lo que mantiene unida a una familia no son las sumas y restas de lo que sacan en cada desavenencia, sino el hecho de que son una familia. De igual forma, las naciones lo son porque las conforman un grupo de personas que se reconocen como parte del grupo social con el que comparten muchas cosas. Los ciudadanos de una nación no siempre están de acuerdo, e incluso pueden tener intereses encontrados, pero, por encima de esos intereses, está el reconocimiento de la pertenencia a ese grupo y la existencia de un proyecto común. Si esta generación quiere dejar a sus hijos una España mejor de la que recibió debe encontrar pronto ese proyecto común como hicieron las generaciones que nos precedieron y que sí nos dejaron una España mejor.