Opinión
El peligro de la nueva fiebre del oro
Ken Fisher
Desde el cuento del Rey Midas en la antigua Grecia a la leyenda de El Dorado durante los tiempos de los conquistadores, el oro siempre ha fascinado a la humanidad.
Ni siquiera los inversores han podido escapar de su embrujo. Pero las historias sobre los milagros de una cartera chapada de oro son tan mitológicas como la alquimia: para un inversor orientado al largo plazo es más probable que desluzca sus resultados que no que les saque brillo.
A menudo se habla del oro como si gozara de propiedades de inversión mágicas, como si su lustre lo distinguiera de otros activos tan básicos como las acciones o los bonos. Se dice que representa una cobertura frente a la inflación, una reserva de valor estable, un seguro durante las vacas flacas y la opción ideal ante un apocalipsis zombi. Me recuerda a los comentarios sobre el bitcóin de hace unos años: la criptomoneda y la tecnología en que se apoya, denominada cadena de bloques (blockchain), en aquel momento se dijo que era la cura de todos los males y que sería el motor de todo el comercio en un futuro próximo. Cuando un activo se convierte en objeto de adoración, desconfíe.
El oro no es milagroso, sino otra materia prima cuya cotización es similar al petróleo, el aluminio o incluso la panceta, ni más ni menos. Y como materia prima, el precio del metal depende de la oferta y la demanda. Los cambios en la oferta son pequeños y bastante regulares: según el Consejo Mundial del Oro (The World Gold Council), cada año se extraen entre 2.500 y 3.000 toneladas del metal que se incorporan al mercado, lo que solo representa entre el 1 y el 2 por ciento del total de la oferta mundial.
Su escaso uso industrial limita su demanda física, la cual procede principalmente de los bancos centrales y el sector joyero (e imagino que también de los que se preparan para el fin del mundo). Los precios varían principalmente por su demanda financiera, influida por el sentimiento inversor, es decir, un factor ostensiblemente volátil e impredecible. Por ello, pese a que en épocas de auge atrae inversores, también sufre grandes batacazos.
La sabiduría popular dice que la demanda del oro crece en momentos de pánico, pero no es así. Durante el mercado bajista mundial que tuvo lugar entre 1980 y 1982 el oro se desplomó el 46 por ciento (en términos de dólares estadounidenses, su denominación habitual). Durante el mercado bajista de 2007-2009, si bien el oro superó el rendimiento de la renta variable, también dejó mucho que desear y, desde luego, su descenso del 25 por ciento no ofreció ni mucho menos una red de seguridad durante las fuertes bajadas de la crisis financiera (marzo-octubre de 2008). La fluctuación de los tipos de cambio influyó en las rentabilidades de los inversores españoles, pero el oro como subyacente de la inversión no dejó de registrar una fuerte caída.
La mera lógica desmiente todas las supuestas propiedades mágicas del oro. ¿Un activo seguro o una reserva de valor estable sufrirían tales bandazos, sobre todo cuando se resiente la renta variable? ¿Una cobertura frente a la inflación avanzaría a menor ritmo que la propia inflación durante largos períodos de tiempo? Claro, en los años 70, el activo dorado repuntó en pleno contexto inflacionario internacional -pero del mismo modo que la mayoría de las materias primas en ese momento-. No obstante, cuando la tasa de inflación mundial escaló desde niveles inferiores al 6 por ciento en 1986 hasta más del 10 por ciento en 1990, su cotización permaneció prácticamente plana (en dólares de Estados Unidos). Durante el incremento de la inflación del 7,3 por ciento anual de media en la década de los 90, el oro respondió con un descenso del 2,7 por ciento.
El rendimiento a largo plazo del oro es pobre. Desde 1975, año en que los inversores estadounidenses pudieron empezar a adquirirlo legalmente, ha promediado una rentabilidad anualizada del 4,7 por ciento (en dólares), cifra que queda por debajo de los "aburridos" bonos del Tesoro (7,5 por ciento) y de la renta variable (10,9 por ciento). Mientras que las acciones se revalorizan mucho más que caen, las tristes plusvalías doradas aparecen a ráfagas. Por tanto, para cosechar buenos resultados invirtiendo en oro debe poseerse una precisión extraordinaria para entrar y salir a corto plazo del activo. Si cree que puede tomarle el pulso a cualquier mercado en un período de tiempo tan corto, ¡enhorabuena! Es usted un auténtico gurú. Desafortunadamente, en estudios como el Análisis Cuantitativo del Comportamiento de los Inversores (QAIB, por sus siglas en inglés) realizado por DALBAR , se expone que el inversor medio entra y sale del mercado demasiado a menudo y en los momentos equivocados. Si los inversores difícilmente pueden acertar estas entradas y salidas en los mercados bursátiles, mucho más negro lo tienen con el oro.
Aun así, si usted prevé un aumento de la demanda del metal amarillo y no puede evitar invertir en él, las compañías mineras son una alternativa más favorable. Como empresas, pueden adaptarse a diferentes contextos y recortar costes para potenciar los beneficios, además de que remuneran al accionista mediante dividendos o recompras. Por lo contrario, el oro no paga dividendos, simplemente se sienta allí, esperando, confiando en que los inversores cambien de humor y ocurra otro rali. Así que no se deje deslumbrar por mitos y fantasías sobre el preciado metal. Véalo por lo que realmente es: una materia prima cuya capacidad de revalorización a largo plazo deja mucho que desear.