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Lamine Yamal: el prodigio de esa religión llamada fútbol, cumple 18 años repartiendo mansiones para sus padres y con el mejor sueldo de la plantilla del Barça

Lamine Yamal arropado por sus padres y su hermano

Cumplir 18 años es un acto de trapecista. Es el salto sin red entre la infancia y la vida adulta. Para cualquier chico normal, la mayoría de edad significa un carné de identidad renovado, la posibilidad de votar sin saber muy bien por qué partido y un brindis con alcohol en un local de barrio con los amigos de siempre. Pero si uno se llama Lamine Yamal, si lleva tatuado el escudo del Barcelona en las costuras del alma y arrastra la fama como un abrigo de visón a pleno sol, entonces cumplir 18 años es otra cosa. Es cruzar una línea invisible mientras las cámaras parpadean, mientras los contratos se firman con una sonrisa y los focos brillan como lámparas de quirófano.

Lamine Yamal sopla las velas este domingo y en ese gesto inocente se concentra toda la presión del mundo moderno. La del fútbol, la del mercado, la de las redes sociales y la de su propia biografía, escrita a ráfagas desde un barrio obrero de Mataró hasta los palcos del Camp Nou. Hijo de madre ecuatoguineana y padre marroquí, nacido en Esplugues de Llobregat, Yamal ha llegado donde llegan los elegidos por el azar genético y el esfuerzo descomunal: al lugar en el que los periodistas deportivos se inventan adjetivos para no repetir siempre el mismo. Crack, fenómeno, joya, perla. Todo eso significa lo mismo: un muchacho que juega como si llevara cien años haciéndolo.

De momento, la celebración promete ser acorde al personaje. Se sabe mucho y no se sabe nada, como siempre ocurre en los grandes fastos donde las copas de champán se levantan al ritmo de las stories de Instagram. Influencers de sonrisa perenne, cantantes de estribillo fácil, futbolistas con barba recortada al milímetro y alguna que otra modelo de las que luego los suplementos del corazón identifican con un círculo rojo. El fiestón está garantizado. La discreción, no tanto. Vivimos tiempos en los que los ídolos ya no son dioses inalcanzables, sino compañeros de discoteca. Lamine lo sabe. También sabe que su vida no le pertenece del todo. Forma parte del patrimonio emocional de millones de adolescentes que lo siguen en TikTok o lo imitan en los recreos.

En estos meses, Yamal ha aprendido la geografía del lujo. Ha paseado su adolescencia por Shanghái, Ibiza, Marbella, Pantelleria, Sevilla o Brasil, como quien hace un tour por los escaparates del planeta. Entre vuelo y vuelo, ha firmado contratos que harían temblar a un ministro de Hacienda. Adidas le paga un millón de euros al año hasta 2030. Powerade lo abraza como icono de su nueva campaña. Su cuenta de Instagram ya supera los 36 millones de seguidores, más que la población de un país mediano. Y todo esto mientras todavía tiene que sacarse el carnet de conducir.

La cartera inmobiliaria de Lamine Yamal

Cuentan los rastreadores de registros que la cartera inmobiliaria de Lamine Yamal parece gestionada por un magnate más que por un chico de 17 años recién cumplidos. Ha comprado cinco propiedades en un país donde los jóvenes no pueden ni soñar con emanciparse antes de los 30. A su padre, Mounir Nasraoui, le ha regalado un piso en la frontera entre Sarrià y Pedralbes, una zona de Barcelona donde se cruzan los perros de raza con los apellidos compuestos. Allí pasea Nasraoui a su Rottweiler, que se llama Ice, "como el hielo", puntualiza él con orgullo. Habla con todos, se queja de lo que no le gusta, saluda al presidente Laporta si se lo encuentra en la panadería. Es un personaje que desentona entre tanto perfil bajo, pero no le importa. Su hijo lo cuida, lo vigila desde la distancia y lo protege con gestos de generosidad filial.

Para su madre, Sheila Ebana, Lamine ha reservado una joya de cemento y cristal: una mansión en Premià de Dalt, 650 metros cuadrados, piscina, bodega, ascensor privado y esa intimidad que el dinero compra cuando la fama no deja respirar. Sheila ha sido su escudo y su brújula, la que le ha enseñado que detrás de cada gol hay un entrenamiento y detrás de cada aplauso un sacrificio. No es fácil criar a un niño prodigio sin que se te caiga por el camino. Ella lo ha hecho con mano firme y sonrisa discreta. El propio Lamine también ha comprado un piso para independizarse, cerca de la ciudad deportiva del Barça. Ahí dormirá los días que no esté recorriendo el planeta en aviones privados o rodando anuncios de relojes de lujo. De momento, no puede conducir. Pero no importa: hay chóferes para eso.

La pregunta, inevitable, es si todo esto se puede sostener. ¿Puede un chico de 18 años, por muy prodigioso que sea, soportar el peso de convertirse en símbolo? Hansi Flick, su entrenador en el Barça, ya ha dejado un aviso: "Lamine es un genio, pero el talento no basta. Hay que entrenar duro y mantener la cabeza fría", nos dice. Flick, que viene de Alemania y sabe que los genios son frágiles, lo dice con el tono de quien no quiere ver a otro juguete roto en la vitrina del fútbol. Por eso, en el círculo más íntimo de Yamal, hay dos personas que marcan el rumbo.

30 millones de euros brutos por temporada

Su madre, como siempre, y Jorge Mendes, el agente portugués que maneja los destinos de medio fútbol europeo. Mendes ha sido quien le ha conseguido un contrato astronómico con el Barça: 30 millones de euros brutos por temporada. Es el jugador mejor pagado de la plantilla. Supera a veteranos, a consagrados, a capitanes. Es un salto al vacío sin red, pero la industria del fútbol no espera. No hay piedad con los precoces. Lamine Yamal es, en realidad, un espejo donde se mira la generación Z. Diverso, veloz, mediático. Ha nacido en un cruce de culturas y su juego es una mezcla de calle y academia. Es el símbolo de un deporte que ya no solo se juega en el césped, sino en las pantallas. Lo mismo hace un regate imposible que sube una foto con un filtro de neón. Es un muchacho de barrio que se ha convertido en un icono global. El mundo lo observa. Él sonríe. Y da un pase con el exterior, como si la vida fuera eso: un balón que siempre cae donde él quiere.

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