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Cristina Fernández de Kirchner, la ex presidenta argentina, se asoma al balcón del "lawfare": ¿encerrada por corrupta o por venganza?

Cristina Fernández de Kirchner

Por momentos, Argentina parece escrita por un dramaturgo barroco con inclinaciones al exceso y una debilidad confesada por los símbolos. La política se transfigura en liturgia, y el poder, cuando ya no se ejerce, se representa. Cristina Fernández de Kirchner (Tolosa, Buenos Aires, 19 de febrero de 1953), condenada a prisión domiciliaria, no gobierna, pero actúa. Y lo hace desde un escenario digno de Tennessee Williams donde en vez de gritar "¡Estela!" el mismísimo Marlon Brando gritaría "¡Cristinaaaaaa!". Pero este piso no es el de Un tranvía llamado deseo, es un piso de techos altos, suelos de madera y ecos de otras épocas en el barrio porteño de Constitución. Dirección: San José 1111. Buenos Aires.

El balcón de San José 1111 no es ya un balcón. Es un altar, un estrado, una trinchera. Y también un espejo. Porque en él se refleja, de forma grotesca o sublime —según quien mire—, una Argentina que no sabe cerrar sus capítulos, que escribe con sangre lo que debería resolverse con tinta, y que convierte cada acto judicial en un duelo moral. En España, cuando el Constitucional tiene mayoría progresista y Conde Pumpido destroza la Carta Magna, los conservadores lo critican y ocurre lo contrario cuando con mayorías conservadoras el Alto Tribunal maniobra contra el progresismo y los medios de izquierdas ponen el grito en el cielo. Es parecido a lo que ocurre ahora en Argentina con Cristina: condenada para algunos por razones políticas y para otros encerrada por sinvergüenza y corrupta. Pero, eso sí, en su casa. Es allí donde la ex presidenta, dueña de una biografía que alterna la épica con el escándalo, cumple su condena como una reina caída que aún se cree en funciones.

Desde ese piso, transformado por la justicia en un perímetro invisible y férreo, Cristina no solo observa el mundo. Lo disputa. Lo interpreta. Lo desafía. En su lógica, no hay castigo sino persecución. No hay delito, sino traición. Y el balcón —ese vano arquitectónico que en la historia argentina ha servido para proclamar, llorar y ordenar masas— se ha convertido en el corazón simbólico de una batalla por el relato y la autoridad. El hecho es simple: los jueces le permiten habitar su casa, no arengar desde ella. Pero para Cristina, que siempre supo del poder de la imagen, asomarse al balcón es más que un gesto: es un acto político. Desde allí saludó, bailó y agradeció el fervor de sus fieles cuando comenzaba su encierro, en una escenografía que parecía más un homenaje que una penitencia. Hasta que la justicia intervino: salir al balcón no está prohibido, dijeron los jueces, pero se espera "prudencia". En otras palabras: no convertir un castigo en un mitin.

La defensa de la ex primera dama y ex presidenta se mueve entre la retórica ampulosa y el litigio táctico

La defensa, encabezada por el abogado Carlos Beraldi, se mueve entre la retórica ampulosa y el litigio táctico. Alega que se violan los derechos civiles y políticos de su defendida, que Cristina es "la líder de la oposición", que no se puede cortar el contacto con el mundo como si su piso fuera una caverna. Olvida —o finge olvidar— que la justicia no juzga a dirigentes sino a personas. Y que Cristina ha sido condenada por haber favorecido negocios turbios con fondos del Estado, no por haber ganado elecciones. Mientras tanto, en la calle, el fervor se enfría. Quedan unos pocos fieles —señoras con termos, viejos militantes en camperas gastadas— que compran agua caliente en una estación de servicio cercana y piden prestado el baño en una ferretería. Como si el barrio, que nunca fue de los elegantes, se adaptara a esta nueva rutina de devoción en cuotas y lealtad sin fecha. Allí, frente a un edificio marcado por la historia y la sospecha, se despliega una suerte de turismo penitenciario de bajo presupuesto, donde el mate reemplaza a las pancartas y la espera al canto. Pero si algo sabe hacer Cristina es construir sentido donde otros ven ruina. Así, el aislamiento se convierte en resistencia, la condena en conspiración, y el encierro en una nueva forma de estar presente. "Lawfare", gritan sus acólitos, como si una palabra en inglés pudiera tapar los 17 años de proceso judicial que desembocaron en la sentencia. Incluso Lula da Silva, quien conoce de cárceles reales y redenciones improbables, le extendió una mano compasiva por teléfono. Ella lloró. Él, dicen, se emocionó. En el interior del piso, nadie sabe qué conversaciones se urden ni qué futuros se planifican. Se han instalado rumores —más densos que el invierno— sobre asistentes, empleadas domésticas, ex funcionarios que merodean, que ayudan, que esperan ser admitidos sin pedir permiso al tribunal. Cada nombre es una ficha en un tablero que se juega en varios planos: legal, político, mediático y emocional. La casa, comprada en su momento por Florencia Kirchner con fondos hoy bajo sospecha, se ha convertido en un pequeño Estado con sus propias reglas, como si fuera posible refundar una república entre cuatro paredes.

Lo más curioso, sin embargo, es que este encierro —con streaming, Glovo, teléfono móvil e Internet— tiene más de aislamiento selectivo que de pena efectiva. La ex presidenta no puede salir, pero puede hablar con quien quiera. No puede recibir visitas sin autorización, pero puede emitir señales. No puede ir al supermercado, pero puede pedir desde sushi hasta complicidad. Y el país, dividido como siempre, mira, comenta, odia o adora. Mientras tanto, la política sigue su curso entre tribunales, micrófonos, discursos de barricada y rumores de nuevas candidaturas. ¿A alguien le suena algo de esto?

Cristina Fernández de Kirchner durante la toma de posesión de Javier Milei
Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner

Una fortuna bajo escrutinio

La fortuna de la exmandataria ha sido objeto de intenso debate y análisis judicial. Declaraciones patrimoniales, informes de la Oficina Anticorrupción y diversas investigaciones periodísticas han revelado un crecimiento significativo de su patrimonio desde que ella y su esposo ingresaron a la política nacional.

Buena parte de sus bienes están ligados al negocio inmobiliario, especialmente en Santa Cruz, donde poseía hoteles y propiedades valuadas en millones de dólares. Algunos de estos activos fueron parte de causas judiciales que investigaron presunto lavado de dinero y enriquecimiento ilícito. Si bien Cristina Fernández ha sido sobreseída en algunos expedientes, otros continúan abiertos, y los fiscales han cuestionado la procedencia y legalidad de ciertos movimientos financieros. En paralelo, su hija Florencia Kirchner también fue investigada por movimientos bancarios y propiedades a su nombre, aunque ha mantenido un perfil más bajo desde que se trasladó a Cuba por problemas de salud.

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