Yo, Bárbara Rey tiene 432 páginas y ya se puede comprar en preventa por 23,90 euros. Adelantamos la parte que se ha filtrado. Palabra de Bárbara Rey:
"El 2 de febrero de 1989 yo cumplía treinta y nueve años, y Hortensia me sugirió que intentáramos pasar un rato relajado, dar una vuelta e ir al bingo. Y eso hicimos. De repente, Ángel apareció allí. Con el tiempo supe que ofrecía dinero a conocidos a cambio de información sobre mis movimientos: si me habían visto, dónde, con quién… Así le resultaba relativamente fácil tenerme controlada. Al verlo entrar, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su presencia no presagiaba nada bueno.
Llegó completamente acelerado. Estábamos sentadas junto a un hombre que no conocía, cuando Ángel irrumpió resoplando y se sentó a nuestra mesa. Recuerdo perfectamente sus pupilas dilatadas, no podía quedarse quieto, los músculos de su cara parecían palpitar y aún tenía restos de cocaína seca en la nariz.
—¿Qué pasa, puta? ¿Estás aquí gastándote el dinero? ¿Quieres dinero? —gritó mientras se sacaba montones de billetes arrugados del bolsillo y los arrojaba sobre la mesa. Luego se giró hacia el hombre que estaba con nosotras, alguien con quien habíamos coincidido por pura casualidad—. ¿Tú eres el que está con mi mujer? ¿Tú sabes que mi mujer es una puta?
Hasta podía oír cómo le rechinaban los dientes. Entonces abrió su cazadora, dejando a la vista un revólver en una cartuchera cruzada sobre su hombro. Lo sacó con un gesto exagerado y dijo que iba a matarme. La sala se quedó paralizada durante unos segundos, hasta que los murmullos y el pánico comenzaron a desatarse, haciendo que la gente se levantara y tratara de abandonar el lugar lo más rápido posible.
Mientras tanto, Ángel seguía lanzándome insultos, con los ojos inyectados en sangre y la expresión desencajada de quien ha perdido la cordura por completo. En un momento dado, se levantó y fue al baño. Aproveché para coger mi bolso y ponerme el abrigo. Me temblaba tanto el cuerpo que hasta me costaba simplemente mover las manos. Pero él volvió enseguida, ahora con restos de cocaína hasta en la barbilla. Fue entonces cuando alguien de la gerencia del bingo, aprovechando el caos generalizado, me tomó del brazo y me condujo discretamente hacia una salida a través de la cocina. Mientras me guiaba por aquel pasillo estrecho, me susurró que ya habían avisado a la policía y que estaban en camino. De esta forma pude, una vez más, librarme por los pelos de él.
"Me forzó con violencia y, mientras abusaba de mí, me escupía y me apuntaba con el cañón de una pistola en la cabeza"
Aquella noche, como tantas otras, Ángel apareció en mi habitación. Me forzó con violencia y, mientras abusaba de mí, me escupía y me apuntaba con el cañón de una pistola en la cabeza. Cuando terminó, me levanté tambaleándome y me dirigí al baño de la habitación, abatida, despreciada, humillada. Él se quedó sentado en la cama, sosteniendo el revólver mientras me lanzaba una avalancha de insultos: que no valía una mierda, que no tenía adónde ir… Entonces, no sé de dónde, saqué fuerzas para decirle que iba a volver a trabajar, que regresaría a mi profesión. Oí en ese momento el sonido del seguro de la pistola al levantarse. Ese clic me puso en alerta e instintivamente moví las piernas hacia un lado. Él murmuró: «Las piernas de Bárbara Rey», y, justo después, una bala impactó sobre la cómoda que tenía detrás de mí. Desde esa distancia, el proyectil atravesó la madera, dejando un agujero rodeado de astillas que saltaron en todas direcciones como si el mueble hubiera explotado desde dentro. El eco del disparo quedó resonando en el aire. Dominada por el miedo, corrí hacia el baño y cerré la puerta. No pensé; solo actué por puro instinto de supervivencia y me encerré allí. Había una pequeña ventana y pensé: «Si abre esa puerta, me tiro por la ventana». Eran tres pisos de altura, pero lo habría hecho antes de dejar que me matara o me pegara más. Allí me quedé toda la noche, acurrucada en el suelo y muerta de frío, mientras él seguía insultándome. Su voz, cargada de odio, atravesaba la puerta.

En aquel tiempo hubo más violaciones por su parte. Me sentía incapaz de reaccionar. No gritaba, no me defendía. Mi cuerpo simplemente no respondía, como si no fuera mío, como si no me perteneciera. Una noche, me estaba vistiendo en silencio después de otra de sus agresiones cuando noté la picazón. Días después supe la verdad: me había contagiado ladillas. No solo me humillaba y me violentaba, sino que también traía consigo la prueba sucia de sus traiciones. Me parecía increíblemente doloroso que, en algún momento, aquel hombre hubiera sido deseado y amado por mí. Hubiera jurado que fue en otra vida. "Hubo más violaciones por su parte. Me sentía incapaz de reaccionar. No gritaba, no me defendía. Mi cuerpo simplemente no respondía, como si no fuera mío."
Una noche, después de una de las interminables jornadas de trabajo en Prado del Rey, regresé a casa alrededor de las doce. Para mi sorpresa, encontré a Ángel impecablemente arreglado, acompañado del fotógrafo Manolo Carrero, de la revista Semana, y a los niños despiertos, vestidos, peinados y listos para una sesión de fotos. Lógicamente, le comenté que era tarde para los niños, que al día siguiente tenían que levantarse temprano para ir al colegio. Entonces me dijo: «Este reportaje es para desmentir que yo tenga algo con Susana Estrada, porque no para de hablar de mí y me tiene harto…». Como siempre, intenté evitar alterarlo. Además, era evidente que iba pasado de copas y seguramente había consumido cocaína, así que, con cautela, le di la razón, pero añadí: «Solo creo que para algo así no es necesario que aparezcan nuestros hijos, y menos organizar una sesión con ellos a estas horas».
Bastó esta observación para que estallara de furia. Su carácter explosivo y violento era como un resorte siempre a punto de saltar; cualquier comentario, por insignificante que fuera, podía desencadenar su ira. Gritándome, completamente fuera de sí, me respondió:
—¡Puta, zorra! Tú bien que te hiciste fotos en Navidad con los niños, pero yo no puedo. ¿Qué cojones te has creído? ¿¡Son solo tuyos!?
Ana, una vez más, protegió a los niños y los subió corriendo a su habitación. Todos en la casa sabíamos hasta dónde era capaz de llegar ese hombre, pero jamás imaginamos lo que estaba por venir. Comenzó a gritarme tan fuerte como podía que me fuera en ese mismo instante:
—¡Lárgate de mi casa! ¡A la puta calle ahora mismo!
Decidí subir a mi habitación, pensando que quizá, si no me veía, se calmaría un poco o que la presencia de Manolo podría disuadirlo. En las escaleras, antes de llegar arriba, sentí un golpe brutal en la espalda. Fue una embestida feroz que me hizo caer al suelo. El impacto me dejó el brazo y la pierna izquierdos completamente dormidos. Tirada allí, con el cuerpo inmovilizado, el terror me invadió de una forma que nunca había sentido antes: creí que me había quedado paralítica. Manolo subió corriendo, se arrodilló junto a mí y, con el rostro descompuesto, me suplicó:
—¡Vete, María! ¡Te va a matar!
Intenté responder, pero mi voz apenas salía:
—No puedo moverme… no puedo.
Desde el piso de abajo, Ángel seguía gritando, su voz resonaba como un eco espantoso:
—¡No hagas caso a esa puta! ¡Tiene mucho cuento, es muy buena actriz!
Imagino que mis niños lo escucharon todo.
Manolo insistió, desesperado:
—¡Por favor, levántate! ¡Por Dios, María, levántate, que te mata!
Con su ayuda, hice todos los esfuerzos que pude para incorporarme. Apenas me sostenía, pero logré dar unos pasos. Cuando nos disponíamos a bajar las escaleras, lo vimos aparecer de repente, descontrolado, con un cuchillo de cocina en la mano. El tiempo pareció detenerse. Manolo reaccionó instintivamente: le dio un golpe en el brazo y el cuchillo cayó al suelo. Pero Ángel no se detuvo. En su locura, me agarró con saña y me arrastró escaleras abajo. Llegamos al vestíbulo y allí me cogió por el cuello. Sentí cómo el aire se escapaba de mis pulmones, cómo me iba apagando. Luego me golpeó la cabeza contra el suelo con tal fuerza que pensé que no saldría viva de allí. Finalmente, me sacó a rastras hasta la calle, donde me dejó tirada. Descalza, sin ropa de abrigo, aquel 29 de enero de 1989, con un frío implacable y completamente sobrecogida por lo que acababa de vivir, escuché la voz de Ana, casi como un susurro, proveniente de una de las ventanas de la casa:
—Señora, por Dios, ¿qué hago?
Le pedí que me diera por el garaje mi bolso —tenía algo de dinero en él—, unos zapatos y mi abrigo, y que me llamara cuanto antes a un taxi. Cuando llegó el taxi, me fui directamente a casa de Hortensia. En ese momento necesitaba su cariño y su protección, sentirme a salvo.
Llegué pasada la una y media de la madrugada. Llamé al telefonillo del portal, pero no me abría. Aquellos minutos en los que insistí se me hicieron eternos; los viví con auténtica desesperación. Afortunadamente, acabó respondiendo. Contestó confundida y sobresaltada por las horas y lo imprevisto de aquella visita. Al escuchar su voz no pude evitar romper a llorar:
—Soy yo. Por favor, ábreme. Mi marido me ha echado de casa.

Durante el rodaje en Argelia, mi relación con Ángel ya estaba muy deteriorada. Aunque al principio había accedido a acompañarme, luego se arrepintió y, como tantas veces, descargó su frustración conmigo. Pasamos varios días rodando en el desierto y, cuando regresamos al hotel, él insistió en que debíamos salir a cenar con el equipo. Estaba visiblemente alterado, hablaba con un tono cada vez más agresivo y autoritario. Yo, agotada por el calor y las jornadas de trabajo, le dije que prefería quedarme en la habitación y descansar. Esto bastó para que estallara.
—¡¿Tú te vas a quedar aquí?! ¡¿Tú me vas a dejar solo?! ¡Tú vienes a este país de mierda a hacerte la estrella, pero yo no pienso quedarme como un gilipollas!
Intenté calmarlo, pero cuanto más hablaba, más se encendía. En un momento dado, se acercó a mí y me dio una bofetada tan fuerte que caí sobre la cama. Después, me agarró del pelo y me arrastró por la habitación hasta el baño, gritando cosas sin sentido. No sé cómo no alertó a los demás huéspedes, pero en aquel país, con otro idioma, sin contactos ni una red de apoyo, me sentí completamente sola. Por dentro, me repetía: "No puedo seguir con este hombre. No puedo vivir así".
La gota que colmó el vaso llegó poco después. Una tarde cualquiera, volviendo de recoger a los niños, escuché una conversación telefónica en la que Ángel hablaba a escondidas. Su tono era dulzón, casi seductor. Me encerré en la cocina y, cuando colgó, le pregunté sin rodeos:
—¿Con quién hablabas?
—Con nadie que te importe —respondió con desprecio.
Pero ya lo sabía. La había visto en televisión, la había oído en la radio, presumiendo de su "relación especial" con Ángel. Iris. Decía que eran "muy amigos", pero no hacía falta ser muy lista para entender lo que pasaba. Una noche, al llegar a casa, le encontré duchado, perfumado, con ropa nueva y más cocaína de la habitual. Salía y entraba sin dar explicaciones, y yo ya no preguntaba. Me limitaba a soportar.
Un día, sin embargo, no pude más. Le enfrenté directamente.
—¿Estás con ella?
Me miró con una mezcla de burla y condescendencia, y dijo:
—Tú sabrás lo que quieres pensar. Pero con lo fea que estás ahora, cualquiera preferiría estar con otra.
No lloré. No grité. Me limité a mirar por la ventana, tratando de imaginar una vida distinta, lejos de todo aquello. Me preguntaba cómo había llegado hasta ahí, cómo había dejado que mi vida se convirtiera en ese infierno.