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Lo que (de verdad) ocurre en Roma y el Vaticano antes del Cónclave donde se elige al nuevo Papa

En Roma, cuando muere un Papa, el aire se espesa de incienso, rumores y pecados a medio redimir. Durante los Novemdiales, ese periodo de nueve días en el que la Ciudad Eterna se sume en un luto ceremonial, los cardenales se preparan —entre responsos y capuccinos— no solo para despedir a un pontífice, sino para disputarse el alma de la Iglesia. Y lo hacen con la misma naturalidad con la que se escoge entre una carbonara y una gricia.

La versión oficial, la que se repite desde los púlpitos, dice que el Espíritu Santo guía el cónclave. Pero el que ha paseado por la Via della Conciliazione sabe que el Espíritu no siempre habla en lenguas de fuego: a veces susurra entre sorbos de vino tinto, en cenas privadas o en salones de hotel donde el poder y la fe se codean como viejos conocidos. La política vaticana, como diría Maquiavelo, se cuece en las sombras.

Antes de que este miércoles se cierren las puertas de la Capilla Sixtina y los cardenales queden incomunicados —como en una novela de Agatha Christie pero sin el cadáver—, el juego ya está en marcha. Hay alianzas tejidas con la misma minuciosidad con que se bordan los mantos litúrgicos. Se negocian votos como acciones en una bolsa celestial, y hay quien se especializa en sembrar dudas, desacreditar rivales o filtrar anécdotas cargadas de veneno piadoso.

En los restaurantes discretos de Borgo Pio, tras los postres, se habla de pecado y sucesión. El Bar Penitenzieri, con su eterno olor a madera vieja y espresso, se convierte estos días en una especie de bolsa vaticana donde se intercambian confidencias y bendiciones envenenadas. En las mesas del fondo, tras unas cortinas corridas con mimo, se celebran los auténticos hustings: la campaña papal que ningún cardenal reconoce y todos practican.

Como en todo drama romano, hay protagonistas de carne y sotana. Cardenales que huelen a incienso desde la cuna, educados en seminarios donde se aprende latín y diplomacia. Otros, más mundanos, se apoyan en mecenas laicos, aristócratas excéntricas y magnates americanos que han convertido la caridad en un instrumento de lobby espiritual. Ahí aparece, por ejemplo, la princesa Gloria von Thurn und Taxis, que en su palacio junto a la Plaza de España oficia banquetes donde se bendice la ortodoxia con prosecco. Se la venera como una santa social y se la teme como una gran electora sin votos, pero con un teléfono lleno de contactos celestiales.

Ella —como tantos otros nostálgicos de Benedicto XVI— quiere un Papa que devuelva a la Iglesia al latín, al dogma y al pecado bien entendido. "Hoy el mundo separa cuerpo y alma", dice con la tristeza de quien ha perdido un mundo que aún no ha muerto del todo. No le perdona a Francisco sus zapatos negros de contable ni su costumbre de decir lo obvio con humildad de seminarista argentino.

En el otro extremo, los cardenales afines a Francisco —Tagle, Parolin, Zuppi— intentan perpetuar su legado de misericordia, ambigüedad y sínodos abiertos como heridas. Pero el perfume del escándalo los ronda: acusaciones de encubrimientos, rumores de enfermedad, campañas digitales que juegan sucio desde cuentas anónimas. Porque en este nuevo Vaticano, hasta el Espíritu Santo necesita gestor de redes sociales.

Y mientras tanto, los nombres flotan en el aire como letanías. ¿Será nuestro asturiano? ¿un africano? ¿Un asiático? ¿Volverá la tiara a un europeo? ¿Qué nombre elegirá el nuevo Papa? Leo XIV, murmuran los tradicionalistas, sería un guiño glorioso a los tiempos imperiales. Juan Pablo III, un intento de cerrar heridas. Pero Francisco II sería, para muchos, la prolongación del calvario.

En este teatro de símbolos, hasta los zapatos importan. Se especula que el próximo Papa enviará su primer mensaje no con palabras, sino con el color de sus pies: si calza las míticas sandalias rojas, será una señal inequívoca de que la Iglesia regresa al ritual, al esplendor y al castigo. Si opta por los mocasines negros del jesuita argentino, entonces el rumbo seguirá siendo incierto y pastoral.

Hay en todo esto un aroma a cónclave renacentista. No porque se repartan indulgencias ni se compren capillas, sino porque el poder sigue oliendo a cuero viejo, a mármol húmedo y a intriga. Como en los días de los Borgia, hoy también hay mecenas que invierten en almas. Empresarios americanos, nobles sin corona, exbanqueros convertidos en filántropos, todos quieren saber quién gana las elecciones en el Vaticano para ser el próximo Vicario de Cristo.

Dicen que el Espíritu Santo baja sobre los purpurados como una paloma blanca. Pero en estos días previos, lo hace más bien como un dron silencioso que sobrevuela cenas privadas, grupos de WhatsApp y desayunos en embajadas. Cuando el humo blanco se eleve, será el resultado de muchas plegarias… y no pocos pactos.

El futuro de la Iglesia, al menos su forma y su tono, se decidirá en esas horas previas al encierro. Luego, cuando todo esté dicho y los móviles confiscados, quedará solo el eco de lo ya pactado. Y Roma seguirá siendo Roma: eterna, decadente, santa y muy, muy humana

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