En Sevilla, las cofradías no se gobiernan por el código civil, sino por un entramado invisible de silencios, devociones heredadas y jerarquías que se aceptan sin rechistar, como se acepta la saeta que irrumpe de madrugada entre la cera derretida y los cirios que lloran luz. En ese mundo de incienso y voz quebrada, donde el barroco nunca ha muerto del todo, Francisco Rivera, torero y costalero, ha sido súbitamente apeado del paso.
La Hermandad de la Esperanza de Triana —ese altar andante que huele a madre, a sangre y a oro viejo— ha negado a Fran la prórroga que había solicitado para despedirse de su Virgen. No por vanidad, ni por nostalgia de la fotografía, sino por el íntimo rito de sentir sobre los hombros el peso sagrado de una historia que se transmite sin palabras, bajo el costal, entre rezos ahogados y pasos contados. A sus 50 años, el torero ya había cumplido el tiempo reglamentario. El año pasado llovió y la lluvia en Semana Santa es como el azar en la plaza: lo arruina todo con la delicadeza del desastre. Fran no pudo salir, no pudo despedirse. Pidió entonces un año más, como quien pide un último brindis antes del silencio. Pero la Hermandad dijo no.

"No sabemos por qué a nosotros", declara Rivera con ese tono de resignación que en Sevilla es un arte. "Espero que no sea nada personal", añade, como quien intuye que en el fondo sí lo es. Porque en las cofradías, como en los toros, las decisiones a veces bajan desde un palco que no se ve.
Mientras tanto, Fran contempla la Semana Santa desde fuera, como se contempla una vida que ya no se puede habitar. Lo hace con la serenidad del hombre que ha toreado su destino y con el consuelo de un hijo recién nacido entre los brazos de Lourdes Montes, como un nuevo misterio a descubrir, como una devoción sin liturgia. No habrá última chicotá bajo la Virgen, ni llanto oculto tras la trabajadera, pero queda el eco. Porque en Triana, como en la memoria, siempre hay una esquina donde la nostalgia da la vuelta.