La historia de Mariano Rajoy no se puede contar sin Galicia. Sería como intentar describir el Atlántico sin hablar de la espuma de sus olas. Rajoy es de esa estirpe de gallegos que se expresan en circunloquios, que parecen decir algo sin decirlo del todo y que, en la política, han convertido la retranca en un arma de supervivencia. No hay mayor peligro para un oponente que un gallego con paciencia. Y Rajoy la tuvo, en dosis bíblicas.
Hoy, en su 70 cumpleaños, Rajoy sigue siendo el mismo hombre que siempre fue: prudente, metódico, amante del orden y del mar, fiel a su tierra y a su familia. Un político atípico en un país de pasiones encendidas. Un gallego de los que, cuando se van, nunca se van del todo.
Pero la política, con sus luces y sus sombras, es solo una parte de su biografía. Antes de la Moncloa, antes de los mítines y de los discursos que han quedado para la posteridad —por razones a veces menos solemnes de lo que él hubiera querido—, Mariano Rajoy fue un niño en pantalón corto en la Galicia de los 60, con una madre que le enseñó la calidez del hogar y un padre que le inculcó el rigor de las leyes.

Su padre, magistrado de espíritu cartesiano, le enseñó que no hay nada más sólido que una frase bien construida, aunque él después la retorciera en una estructura laberíntica capaz de confundir a cualquiera. En su casa se hablaba poco y se leía mucho. Se leía el Código Civil como quien hojea el periódico del día, y se debatía con un respeto casi litúrgico.
Desde pequeño aprendió que la vida es un ejercicio de constancia. Con cinco años dejó Santiago de Compostela para mudarse a León, una ciudad de piedra y frío que, sin embargo, no pudo arrebatarle la morriña del mar. Entre cambios de colegio y viajes de ida y vuelta a Galicia, Rajoy creció bajo la sombra de un destino que parecía escrito en tinta negra sobre un folio timbrado. Iba a ser registrador de la propiedad, como exigía la tradición de los hijos que siguen los pasos del padre. Y lo fue. Con 24 años aprobó la oposición y se convirtió en el registrador más joven de España.
Sin embargo, el destino tenía otros planes. La política, que al principio solo era un runrún de fondo, terminó atrapándolo. En aquellos años, España se despertaba del letargo de la dictadura y la democracia recién estrenada necesitaba jóvenes con ambición y temple. Rajoy tenía ambas cosas, pero sobre todo tenía la serenidad del funcionario que sabe que, pase lo que pase, siempre podrá volver a su plaza.
Pero si hay algo que marcó su vida tanto como la política, fue su matrimonio con Elvira Fernández, a quien todos llaman "Viri". Su historia de amor no tiene los ingredientes de una novela de García Márquez, pero sí la solidez de los matrimonios bien avenidos que sobreviven a tempestades y vendavales.

Se conocieron en el bar La Luna de Sanxenxo, una noche cualquiera de los años 90. No hubo fuegos artificiales ni discursos grandilocuentes. Hubo algo mejor: la certeza de que estaban hechos el uno para el otro. Se llevaban diez años, pero las diferencias de edad se diluyen cuando el carácter encaja como un mecanismo de relojería.
Viri no ha sido solo su esposa, ha sido su refugio. En los años más duros de su carrera política, cuando las sombras de la crisis económica se cernían sobre España y el ruido de los escándalos amenazaba con hundirlo todo, ella se mantuvo en su sitio. No dio entrevistas, no buscó protagonismo, no cayó en la tentación de convertirse en un personaje público. Fue la roca en la que Rajoy pudo apoyarse cuando el peso del poder se hacía insoportable.

Tuvieron dos hijos, Mariano y Juan, y a ellos Rajoy intentó inculcarles los mismos valores con los que él creció. En su casa, la educación era la prioridad. Y el fútbol, por supuesto. Porque si algo le apasiona a Rajoy más que la política es el deporte. Es un hincha inquebrantable del Real Madrid y, cuando su agenda se lo permitía, disfrutaba viendo partidos con sus hijos, en la intimidad de su hogar o en el palco del Bernabéu.
Mariano Rajoy llegó a la presidencia del Gobierno en diciembre de 2011, después de años de espera paciente, viendo cómo otros se estrellaban antes que él. No fue un líder de discursos épicos ni de gestos arrebatados. Fue un hombre pragmático, con una manera de gobernar que a veces parecía inspirada en el ajedrez: esperar, mover una ficha, volver a esperar.
Su mandato estuvo marcado por la crisis económica y por las tormentas políticas que sacudieron el país. Su estilo, a menudo desconcertante, dejó frases que se han convertido en parte del imaginario popular. Desde el célebre "cuanto peor, mejor para todos" hasta el enigmático "es el vecino el que elige al alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde".

Pero, más allá de las anécdotas, Rajoy fue un presidente de instinto conservador en el sentido más literal del término: su prioridad era evitar que el barco zozobrara. Y lo consiguió, aunque a costa de dejar a su paso una sensación de inmovilismo que muchos le reprocharon.
Cuando en 2018 Pedro Sánchez presentó una moción de censura en su contra, Rajoy supo que su tiempo había terminado. Aquella tarde, mientras en el Congreso se debatía su destino, él se refugió en un restaurante con amigos, en un gesto de estoicismo que solo puede entenderse desde la lógica gallega. Perdió la presidencia, pero no perdió la compostura.
Después de su salida del Gobierno, Rajoy hizo lo que había prometido: volver a su plaza de registrador de la propiedad. Volvió a la rutina, a su familia, a los paseos por Madrid, a las tardes de lectura y a los partidos de fútbol. Volvió a ser el hombre discreto que siempre había sido, lejos de los focos, lejos del estruendo político.