Cayetano Martínez de Irujo va a cumplir 62 años en dos semanas y Bárbara Mirjan tiene 27 pero su pasión sigue intacta y mejor que nunca nunca: lo cual prueba una vez más que el amor no tiene edad. Porque se casan. La joven será la segunda esposa del aristócrata después de la mexicana Genoveva Casanova.
El hijo de la duquesa de Alba, que siempre tuvo la estampa de un jinete de otro siglo, miró a Bárbara Mirjan como un hombre que ya ha vivido lo suficiente para saber que la vida es un circuito de obstáculos. Cuando se conocieron, ella tenía 18 años, la edad en la que la existencia es un verano eterno y todo parece posible. Él, con más de medio siglo a la espalda, conocía bien los giros impredecibles del destino y los códigos de la aristocracia. Se encontraron en 2015, como se encuentran las estaciones: sin prisa, pero con la certeza de que una sucederá a la otra.
Ahora, diez años después, dice la revista Hola que han decidido casarse. Se dice pronto, pero en este tiempo han soportado los vientos huracanados del escepticismo ajeno. La sombra de la madre, el peso de los títulos, la diferencia de edad… todo parecía un presagio de que este amor estaba destinado a ser un relámpago en el cielo del linaje. Sin embargo, aquí están, desmintiendo las habladurías con una boda en ciernes.
Un amor de fondo nobiliario
A estas alturas, la pregunta no es si se quieren, sino por qué han esperado tanto para estampar sus nombres en un papel que solo la Iglesia y la genealogía consideran sagrado. Quizá ha sido la madurez de Bárbara, que ahora ya no es la joven que llegó de puntillas a la alta sociedad, sino una mujer con voz propia, un trabajo y la firmeza de quien sabe que, más allá de los apellidos, el matrimonio es una historia que solo entienden dos. O tal vez ha sido Cayetano, que después de tantas batallas judiciales, tantos desencuentros familiares, ha comprendido que el amor también necesita su momento y su paisaje adecuados.
Los rumores dicen que la boda será en una propiedad de la familia, pero no en uno de esos palacios donde aún se escuchan los ecos de la duquesa de Alba arrastrando su capa de leyenda. Tal vez sea en Las Arroyuelas, esa finca en Carmona donde la tierra roja de Andalucía aún conserva la memoria de las carretas y los jornaleros. Allí, entre el aroma del trigo y el murmullo de los olivos, se darán el "sí, quiero" con la discreción de quienes saben que la grandeza no está en la pompa, sino en la mirada que se cruza cuando nadie más está mirando.
En toda historia de amor noble, la familia es el coro griego que opina, vaticina y, de vez en cuando, aplaude. En este caso, la reconciliación de Cayetano con su hermana Eugenia ha sido el telón de fondo de esta decisión. Porque en las dinastías como la suya, un pleito entre hermanos es como una herida en la línea sucesoria, y no hay boda que se sostenga sobre un mapa de rencillas sin cerrar.
A lo largo de los años, Cayetano ha hecho de su papel de padre una de sus banderas. Luis y Amina, sus hijos mellizos con Genoveva Casanova, ya tienen 24 años y han crecido con la distancia justa para comprender que la aristocracia es una coreografía que se baila con naturalidad o se tropieza con ella. Con ellos y con Bárbara, la relación siempre ha sido buena, y aunque el matrimonio de sus padres fue breve, el tiempo ha convertido lo que pudo ser un naufragio en una amistad elegante.
Y ahí está Bárbara, la otra pieza de este tablero. Joven, pero con la templanza de quien ha aprendido a moverse en un mundo de linajes sin perder la autenticidad. Tras licenciarse en Filología Francesa y dedicarse a la organización de eventos, ha sabido esquivar los clichés de la esposa decorativa. Ahora, con el título de duquesa de Arjona en el horizonte, se prepara para una nueva vida donde el apellido pesa, pero no define.
El tiempo como testigo
Cayetano y Bárbara han decidido casarse cuando el mundo ya no esperaba nada de ellos. Y eso, quizás, es lo que hace que este matrimonio tenga más sentido que nunca. Se han elegido cuando las pasiones juveniles han dejado paso a la certeza. Se casan sin la prisa de los veinte años ni la incertidumbre de los treinta, sino con la calma de quienes han probado la resistencia del amor y lo han encontrado sólido. El día de la boda, los fotógrafos buscarán el mejor ángulo, los titulares hablarán de un enlace aristocrático y los invitados, entre copas de vino y charlas sobre cacerías y negocios familiares, comentarán los detalles del vestido de la novia. Pero al final, cuando la fiesta termine y el eco de la música se disuelva entre los jardines de la finca, solo quedará lo esencial: dos personas que han decidido compartir la vida, con la nobleza de quienes han aprendido que el amor, como la historia, no se escribe en líneas rectas, sino con la caligrafía incierta del destino.