Por momentos, conversar con Ágatha Ruiz de la Prada es como abrir un baúl de colores: desordenado, fascinante y siempre inesperado. No es de extrañar la gran paradoja que protagoniza la ex mujer de Pedro J. Ramírez: se humilla acudiendo a arrastrarse por los platós para recaudar unas monedas porque le hace falta dinero pero a la vez ella es una mina de oro, un filón ideal ilustrar una crónica sobre las extravagancias de la alta sociedad española que se deja ver. Su presencia, pagada como se paga a los guiñoles que desfilan por esta pasarela patética de la televisión decadente, llegaba aderezada con esa eficaz dosis de vulnerabilidad y el brillo melancólico de una aristócrata que no sabe (ni quiere) vivir lejos del foco. Y más si le pagan por la función.
En una semana cargada de polémicas, amenazas y, cómo no, declaraciones explosivas, Ágatha se ha convertido en la protagonista de un episodio que mezcla moda, orgullo y el incontrolable caos de las redes sociales.
Es viernes, y en el plató de Telecinco, Ágatha apareció como una suerte de ave herida. Su indumentaria, como siempre, es un grito de vitalidad: colores vibrantes, texturas que desafían las normas. Pero hay algo en su gesto, una fatiga que ni los tonos fucsias pueden esconder. "Lo primero que quiero hacer es pedir perdón", empieza diciendo, casi como si estuviera en el confesionario de una capilla mediática. Lo segundo es una letanía de explicaciones que van del desconcierto a la autodefensa. "Esto empezó tontamente, el sábado a las cuatro y media de la tarde. No nos dimos cuenta nadie".
La disculpa llega tras una tormenta inesperada. Todo comenzó con una frase dicha sin malicia –o eso asegura ella, y la creemos– sobre cómo se sentía viviendo entre cajas de mudanza: "Me siento libre, sin normas, como una gitana". Esa comparación desató un huracán de críticas y llevó a figuras públicas como Lolita Flores a salir al ruedo, no para bailar, sino para exigir una disculpa por lo que consideraban un comentario racista y clasista. Ágatha, desconcertada, intentó apagar el fuego: un mensaje privado a Lolita, un audio grabado entre prisas, y, finalmente, un comunicado en su Instagram. Pero el incendio ya se había propagado.

"Me he sentido súper desprotegida", se lamentaba Ágatha con voz quebrada. "Donde iba, había periodistas. Hasta en el tren en Barcelona. Tuve que comer en mi estudio por primera vez en la vida porque no me atrevía a salir". Hay algo trágico en su manera de narrar el acoso mediático, pero también cierto dramatismo teatral, como si de alguna manera supiera que, aunque doloroso, esto es parte del espectáculo.
Ágatha no solo se enfrenta al juicio público. Entre bastidores, su novio, José María Díaz Patón, ha alimentado la polémica con declaraciones más polémicas (y menos espontáneas) hacia Lolita y un aparente desconocimiento del papel que juega la discreción cuando uno está vinculado a una figura pública. "Le he pedido mil veces que no me defienda. Me defiendo solita", dice Ágatha, dejando entrever una fractura en su relación. "A casi todos los novios que he tenido les gusta un montón el micrófono, se vuelven locos con el micrófono", añade con una mezcla de resignación y burla.
Pero el verdadero golpe emocional llegó cuando comenzaron las amenazas. "Vino la directora de mi tienda lívida, diciendo que había llamado el jefe de los gitanos y que venían 40 personas a quemarla". Fue entonces cuando Ágatha, presa del pánico, contactó al supuesto líder, un hombre que resultó ser "el tío más simpático del mundo". La conversación, lejos de ser tensa, acabó en algo casi surrealista: "Me pidió que grabara un vídeo disculpándome. Le dije que estaba sin maquillar, pero al final grabé un audio, y se quedó contento".
En su laberinto de justificaciones, Ágatha navega entre la culpa y la defensa de su amor por la cultura gitana. "Me encanta, siempre me ha fascinado. La palabra gitana era una palabra bonita para mí, algo romántico, nómada, libre". Pero en su tono hay un eco de confusión, como si no terminara de comprender del todo cómo una frase, para ella tan inocente, se había convertido en un símbolo de todo lo que no debía decirse.

"¿Una tía que está de mudanza es cochina?"
Mientras tanto, las críticas siguen llegando desde todos los frentes. Bárbara Rey la llamó "cochina" en televisión, lo que llevó a Ágatha a una reflexión amarga: "¿Una tía que está de mudanza es cochina? No sé cocinar, eso es verdad, pero trato bien a todo el mundo". La defensa se mezcla con una pizca de autocrítica: está dispuesta a admitir sus fallos, pero solo hasta donde ella misma lo considera oportuno.
La relación con Lolita, en cambio, parece haber encontrado un terreno común. "Le mandé un mensaje el lunes a las nueve y cuarto de la mañana, pidiéndole perdón. Le dije que la admiraba desde siempre, que era una frase hecha y que no quise ofender. Ella me contestó que lo entendía, pero que hay frases que ya están obsoletas". Aquí, Ágatha muestra su lado más humano, el de alguien que, aunque atrapada en un torbellino de su propia creación, no quiere perder la amistad de alguien a quien respeta profundamente.
Y luego está el desfile de acusaciones sobre su trato a sus empleados. En el programa Tardear, una exempleada acusó a la reina de corazones de maltrato laboral y de lanzarle un chocolate a la cara. La gran diseñadora (premio Nacional) responde con una mezcla de incredulidad y humor: "¿Yo? ¿Lanzar un chocolate? Pero si no sé ni cocinar". En su versión, esa empleada, llamada María, no es más que un nombre perdido en el tiempo, alguien cuya presencia apenas recuerda.

La semana llega a su fin, y Ágatha, entre risas nerviosas y súplicas, pide algo de indulgencia: "¿Os parece bien que me deis por perdonada en esta polémica? Es que me meto en líos sin querer". Pero la frase final, dicha casi como un susurro, revela lo que realmente la inquieta: "Espero que no llegue la sangre al río".
En Ágatha Ruiz de la Prada, encontramos un personaje de novela, pero no las que le han escrito hasta ahora. Una mejor, de alguien que vive como si cada día fuera una performance, pero cuya vulnerabilidad, a pesar de los brillos y las risas, asoma cuando menos se espera. Su vida es un mosaico de contradicciones: aristocrática, pero natural; irreverente, pero consciente del poder de las palabras; excéntrica, pero profundamente humana. Y en esta semana de tormentas y disculpas, ha dejado claro que, al final del día, lo único que desea es lo mismo que todos: un poco de paz y un poco de comprensión.