La noticia de que Alaska (Olvido Gara Jova, Ciudad de México, 13 de junio de 1963) no recuperará la visión de uno de sus ojos llegaba a nuestra redacción después de que la cantante lo comentara en su círculo más cercano. Pero, tras publicarse que su afección era irreversible, ella misma hablado en 'Socialité' para matizar que continúa inmersa en su recuperación para que su situación mejore y que "de momento" no ha empeorado en absoluto. Nada puede alegrarnos más que rectificar. Recordemos que en diciembre tuvo "un trombo en el ojo izquierdo" que le causó una pérdida total de la visión. Pero la presentadora sostiene que no se trata de una afección definitiva, y señala que con los tratamientos pertinentes no ha perdido la esperanza de que pueda volver a la normalidad. El trombo, ese capricho oscuro del cuerpo, la ha condenado a una ceguera parcial, al memos de momento. Ojalá, como dice Alaska, no sea para siempre.
Ojalá no se quede tuerta. Ocurra lo que ocurra, ella seguirá con su lección de vida, ese ese sentido del humor delicioso que exhibe incluso en circunstancias complicadas. Mientras, el mundo a su alrededor se aferra a una compasión que ella rechaza con esa gracia suya de quien siempre ha caminado al borde del abismo, sin caerse nunca del todo. Ahora tampoco lo ha hecho, tanto que es así, que, tras pruebas, médicos, consultas y medicamentos inyectables camina día a día con un optimismo admirable.
Esta es Alaska, la estrella que convirtió cada golpe en una coreografía, cada herida en un himno y cada pérdida en un accesorio más de su armadura. Si algo ha definido su espectacular trayectoria, ha sido la capacidad de convertir el desastre en espectáculo. La ironía de su ceguera no es un giro del destino; es una metáfora cruel de una vida tejida a través de prismas, luces y colores que ahora, en un ojo, se han apagado, pero que ella ilumina con un parche que la hace aún más atractiva, enigmática, divina.
El trombo llegó sin avisar, como una de esas tormentas repentinas que a veces se cuelan en la escena madrileña. Era marzo o abril, quizá, un día cualquiera que se bifurcó en dos vidas paralelas: la de la Alaska que podía ver y la de esta Alaska nueva que observa el mundo con una mirada reducida, pero no por ello menos incisiva. Porque Alaska, incluso en su ceguera, parcial, temporal, mira como nadie más sabe hacerlo: con esa combinación de descaro y ternura que desarma. Hablar de Alaska es recorrer los caminos de una España que cambió con ella. Fue la niña de mirada voraz que capturó la Movida Madrileña en un puñado de canciones eléctricas; la mujer que abrazó el exceso como un acto de resistencia cultural; la artista que nunca permitió que la nostalgia se convirtiera en una cárcel. Y ahora, esta nueva Alaska, ciega por el momento de un ojo pero más consciente que nunca de la fragilidad de su cuerpo, se enfrenta a otro escenario: el del paso del tiempo y la inevitabilidad del desgaste.

La mirada que no se apaga
Para Alaska, el ojo que no ve es solo una parte de la ecuación. Ella sigue siendo el ojo que todo lo ilumina. En cada entrevista, en cada aparición pública, desafía la compasión con un brillo inconfundible: Sí, ciega de un ojo, y qué. No voy a dejar de ser yo por esto, es la frase que se adivina en su admirable actitud, que no es fingida; es la naturalidad de quien ha hecho de su vida un carnaval donde las máscaras siempre dicen la verdad. El ojo que ahora permanece en sombras no es una pérdida menor para alguien que ha hecho del impacto visual una de sus herramientas más potentes. Alaska no solo es música; es imagen, gestualidad, color. Cada foto suya es un cuadro barroco en el que el exceso es el lenguaje, y cada aparición, un desafío a las normas de lo ordinario. Que una parte de su visión se apague un tiempo no significa que el espectáculo se detenga, pero sí que adquiere una nueva textura: la del tiempo que se impone, la de los dioses del azar que, a veces, reclaman su parte del trato.

El duelo en silencio
El trombo no se anuncia como una tragedia pública. Alaska no busca la lágrima fácil ni el dramatismo mediático. Para ella, la ceguera de un ojo es un accidente en el guion, no el desenlace. Ojala recupere la vista de ese ojo. Pero, en el fondo, hay un duelo que solo se vive cuando se apagan las luces del plató, en ese espacio que ni las luces del escenario ni las cámaras de televisión pueden invadir. Es fácil imaginarla sola en su casa, en ese Madrid que siempre la ha acogido como reina y como amiga, ajustando su percepción al nuevo equilibrio. Ver el mundo con un solo ojo implica redescubrirlo todo: la perspectiva, la profundidad, las sombras que ahora caen de manera distinta. Pero Alaska nunca ha tenido miedo a la reinvención, y este nuevo desafío no será diferente.

Si algo queda claro es que Alaska no necesita dos ojos para seguir siendo Alaska. Su talento, su magnetismo, su capacidad para transformar la cultura con cada movimiento, no dependen de la perfección física. Ella es una artista completa precisamente porque siempre ha sabido lidiar con la imperfección, tanto en sí misma como en los demás. La música sigue sonando, las luces siguen brillando, y Alaska continúa caminando por la cuerda floja de la vida con esa elegancia despreocupada que siempre la ha caracterizado. Ahora, quizá, lo hace con un poco más de cuidado, pero sin perder el equilibrio. La ceguera de un ojo no es una tragedia definitiva, ojalá todo se arregle. Hoy esa ceguera temporal es un recordatorio de que incluso las estrellas más brillantes tienen su lado oscuro. Para Alaska, ese lado oscuro es una oportunidad más para demostrar que nada, ni siquiera el destino, puede apagar su luz.