En el universo de las relaciones familiares convulsas, pocas sagas han proporcionado tanto material para el desasosiego y la especulación pública como la de Borja Thyssen y Carmen Cervera. Lo que comenzó como una historia de afectos desgarrados y malentendidos ya va camino de convertirse en una tragedia sofocliana, donde las palabras se clavan con la misma precisión de un acero bien afilado. La última entrega de este drama no podía ser más elocuente ni más dolorosa: Borja ha desmentido en público a su madre, dejando claro, ante la opinión pública, que las Navidades no se celebrarán, como la baronesa insinuó con esperanzada voz, en su hogar de Andorra.
El hecho podría parecer baladí si no fuera porque, como en cualquier familia célebre, cada gesto está cargado de simbolismo y cada palabra pronunciada, o silenciada, equivale a una declaración de guerra. Carmen Cervera —conocida popularmente como Tita— se presentó el pasado jueves con su acostumbrada elegancia en la inauguración del museo Thyssen de Barcelona. Lo hizo con esa naturalidad inquebrantable de quien ha jugado siempre a caballo entre el linaje aristocrático y el populismo mediático. Allí, como queriendo anunciar una tregua navideña, deslizó la posibilidad de que Borja, Blanca Cuesta y los cinco nietos viajaran a Andorra para compartir con ella unos días de reconciliación festiva. Su tono pretendía sonar a firme esperanza, aunque todos supimos percibir ese temblor agazapado bajo la certeza. Un temblor que no tardaría en hacerse realidad.

Porque si Tita habló de unión y encuentros, Borja, con una frialdad casi quirúrgica, se encargó de dinamitar cualquier posibilidad de conciliación. "Nosotros las Navidades las vamos a pasar en Suiza. Y, como todo el mundo, queremos disfrutar de las fiestas en familia", declararon él y su mujer, Blanca Cuesta, a El Confidencial. Con estas palabras, más que un simple desmentido, Borja lanzó una daga que partía en dos cualquier hilo de reconciliación con su madre. Lo verdaderamente hiriente no es solo la negativa, sino la forma en que esta se ejecuta: con un desdén tan calculado que deja a Carmen Cervera como una mujer que fabula en público, alguien que improvisa realidades ante los focos porque la suya propia ya no le basta.
La negativa de Borja y Blanca a viajar a Andorra confirma una vez más lo que cualquier observador avezado lleva años intuyendo: la relación madre-hijo ha alcanzado un punto de no retorno. No se trata ya de meras disputas económicas o pugnas por el apellido, sino de algo más profundo, casi primario. Es como si en cada acto de Borja se encontrasen la rebeldía del hijo que huye del abrazo materno y la voluntad de imponer su propio orden familiar, al margen de esa sombra omnipresente que siempre ha sido Tita.
Resulta curioso que, en su negativa a compartir la Navidad en Andorra, Borja y Blanca opten, una vez más, por refugiarse en Gstaad, esa estación suiza elitista que, con sus cumbres nevadas y su aire de exclusividad, simboliza a la perfección el aislamiento dorado en el que el matrimonio vive. Allí, entre los privilegios que proporciona el lujo y la calma que garantizan las distancias, Borja parece encontrar la paz que le niega su relación con su madre. Pero esta elección no es, en absoluto, casual: al decantarse por Suiza y despreciar Andorra, Borja lanza un mensaje claro, casi escupido entre líneas. Allí, en el blanco y gélido paisaje de Gstaad, Carmen Cervera no tiene sitio salvo que, como ocurrió el año pasado, decida aparecer por sorpresa en una suerte de escena final improvisada, digna de una novela decimonónica.
Un rencor congelado en el tiempo
El desdén entre madre e hijo no es, desde luego, un fenómeno reciente. Las fricciones entre Tita y Borja son tan añejas como célebres, un conflicto que parece estar arraigado en los propios cimientos de su vínculo. Desde los litigios por la fortuna de Hans Heinrich Thyssen, el barón que ungió a Carmen Cervera con el manto de su linaje, hasta las disputas por el apellido y los desencuentros alrededor de Blanca Cuesta, la nuera a la que Tita jamás quiso abrazar. Para la baronesa, Blanca simbolizó desde el inicio el fin de su dominio sobre su hijo; para Borja, ella ha sido el escudo que necesitaba para protegerse de las expectativas maternas.
Lo más doloroso, sin embargo, es observar cómo estas disputas se han convertido en un espectáculo público donde, lejos de ocultar las heridas, las partes parecen competir por exhibirlas con mayor dramatismo. La baronesa, quizá por esa compulsión tan propia suya de relatar su versión del mundo ante los medios, intenta, una y otra vez, ofrecer una imagen de unidad que, a todas luces, no existe. Borja, por su parte, ha perfeccionado el arte de desmentir a su madre con una mezcla de firmeza y desdén que convierte cada negativa en un ataque directo a la credibilidad de Carmen Cervera.
En este duelo interminable, las Navidades se presentan cada año como un campo de batalla donde se escenifican las distancias afectivas. La casa de Andorra, donde Tita aguarda con ese aire entre nostálgico y altivo, representa, quizás, el símbolo más claro de su soledad. Mientras tanto, Borja y Blanca se marchan a Suiza, llevándose consigo a los nietos, esos niños que podrían ser el último puente entre madre e hijo pero que, a fuerza de distancias, acabarán convirtiéndose en otra grieta insalvable.
El público, ávido de historias de amor y traición, asiste a este espectáculo con la fascinación morbosa que despiertan las tragedias familiares. Carmen Cervera, a sus 81 años, continúa interpretando el papel de madre herida pero estoica; Borja, con su silenciosa contundencia, se afianza en su papel de hijo distante que no cede ni un ápice ante los gestos de su madre. Entre ambos, la figura de Blanca Cuesta emerge como el epicentro del conflicto, aunque su papel, como siempre, quede eclipsado por las dos voluntades titánicas que se enfrentan.
Lo que resulta evidente es que esta última puñalada no es más que un capítulo más en la interminable guerra entre Borja y Carmen. Una guerra en la que, como ocurre en todas las familias rotas, las víctimas no son solo quienes pelean, sino aquellos que, desde la distancia, ven cómo se resquebraja cualquier posibilidad de reconciliación. Y así, entre Andorra y Gstaad, entre las palabras esperanzadas de una madre y el desmentido implacable de un hijo, la Navidad se convierte en un recordatorio cruel de todo lo que pudo ser y jamás será.