Casas Reales

Exclusiva: Juan Carlos I desea tener su propia casa en Galicia o Portugal: "No quiero dar más guerra a Pedro"

Por algún rincón de la ría de Pontevedra navega todavía la sombra de un rey que ya no gobierna (quizás nunca lo hizo) pero que ha decidido no renunciar al aplauso de las olas ni al incienso del recuerdo. Juan Carlos I, con 87 años, la espalda un poco vencida y el corazón blindado por la nostalgia, regresó el 10 de julio por última (y enésima) vez a Sanxenxo, esa especie de Estoril gallego que ha convertido en su refugio sentimental, en su muelle privado donde todavía lo saludan como si siguiera reinando.

Desde que en agosto de 2020 se autoexilió en Abu Dabi con una carta escrita en prosa diplomática y una maleta llena de silencios, el rey emérito ha encontrado en sus regatas atlánticas un pequeño teatro donde representar su última obra: la de un viejo monarca que se resiste a que el telón caiga del todo.

En España (en Galicia) estuvo hace casi un mes ya, aquel 10 de julio, en un vuelo discreto desde Logroño que aterrizó en el aeropuerto de Peinador. Lo esperaba a pie de pista su fiel escudero Pedro Campos, regatista, empresario, anfitrión y amigo, con la deferencia que se le reserva no a un huésped, sino a una leyenda. El hombre se ha recuperado del problema de salud que sufrió precisamente en Abu Dabi en enero, cuando había ido a celebrar el cumpleaños de su amigo.

Esta vez, le esperaba también la casa —no su casa, sino la de Camposdonde duerme cuando pisa Galicia, cerca de la playa de Nanín, con vistas a una ría que parece replegarse en reverencia.

Pedro Campos, presidente del Real Club Náutico y viejo regatista laureado, es más que un amigo: es la pieza clave de este segundo acto. Su historia con Juan Carlos comenzó en los ochenta, cuando ambos compartieron regatas con el desaparecido Josep Cusí. Desde entonces han navegado juntos en lo literal y en lo simbólico. En 2015, el pontevedrés incluso impulsó una regata en honor al rey. Heredó la pasión por la vela de su padre, Marcial Campos, un pionero del termalismo gallego. Hoy, su chalé en Sanxenxo es la embajada donde el viejo monarca encuentra abrigo.

"Cuando construimos la casa no imaginábamos que iba a venir", dijo una vez Campos, medio en broma, medio en revelación. Pero vino, y ha seguido viniendo. Porque al final, incluso los reyes caídos necesitan un lugar donde el mar no juzgue y la memoria no duela tanto. Y en Sanxenxo, Juan Carlos ha encontrado eso: una bahía amable, una barca que no naufraga, un nombre que aún se pronuncia con cariño.

En Galicia visitó una vez más a don Juan Carlos su hija Elena, esa mujer a la que su padre negó el trono, quizás por ser mujer, o tal vez por no considerarla idónea.

Pero nunca se lo ha echado en cara que sepamos. Su primogénita jamás ha dejado de acompañarle, como si en la sangre llevara el código genético de una lealtad antigua. Juntos siguieron en julio la regata Hotel Carlos I Silgar, desde una lancha auxiliar, mientras tres días después, su nieta Leonor clausuraba su año académico en la Escuela Naval de Marín, a solo 25 kilómetros. El encuentro intergeneracional no se produjo. La princesa sí reinará. Está destinada a hacerlo.

Dicen que Zarzuela vetó la foto: había que proteger la imagen institucional de la heredera, aún vestida de cadete, de la sombra de un pasado que todavía humea.

Si alguien lo dudaba, en Sanxenxo ya no hay un emérito, hay una corte. El rey no despacha, pero preside. No manda, pero magnetiza. A su alrededor se arremolinan regatistas, empresarios, viejos camaradas, nietos cuando pueden y periodistas que aún huelen a crónica de transición. Con cada visita, Juan Carlos ensaya sin decirlo un posible regreso, como si el Atlántico le ofreciera una última ola que cabalgar.

Según cuenta su entorno, el deseo íntimo del emérito es encontrar una casa propia en Galicia —o quizá en Portugal— donde pasar sus últimos días. Lo dice con la boca pequeña, como quien teme molestar. "No quiero dar más guerra a Pedro", nos cuentan que dijo Juan Carlos I en confianza, consciente de que cada visita es también una sobrecarga logística y una lectura política. Volver del todo, con residencia fija, significaría tributar en España, y eso, hoy por hoy, no entra en sus planes. La Casa Real le cortó la asignación pública en marzo de 2020. Desde entonces vive del aire dorado de Abu Dabi y del apoyo de quienes siguen creyendo que no todo fue pecado.

El 5 de enero celebró su 87 cumpleaños en su residencia del Golfo Pérsico, rodeado de sus hijas, sus nietos y ese puñado de fieles que siguen brindando por él con la misma naturalidad con que otros bajan la cabeza. En la fiesta se habló, según algunos, de esa casa soñada al norte del Miño, donde terminar el viaje como un rey retirado pero aún escuchado, aunque sea por el viento.

También estaba alguien haciendo fotos para la portada del Hola, y su biógrafa francesa, la coautora de esa biografía titulada Reconciliación y reportera ocasional para el semanario del saludo, el mismo que alaba la antigua monarquía tanto o más que a la reina de España.

Mientras tanto, el calendario avanza. En agosto se espera que Juan Carlos I pase unos días en Estoril y Cascais, donde su infancia de exilio fue también un ensayo del desarraigo. Allí vivieron los condes de Barcelona tras la proclamación de la Segunda República, en Villa Giralda, que hoy parece desierta, como el eco de una dinastía errante. No habrá actos oficiales ni visitas anunciadas: solo la sombra de un pasado que resiste al olvido. Allí vivió la pérdida de su hermano.

Sanxenxo, sin embargo, es otra cosa. Allí Juan Carlos se mueve como pez en el agua. Las calles lo saludan, los bares murmuran anécdotas y los medios recogen cada gesto como si fuera titular. En su corte gallega se siente cómodo, incluso útil. Ha recibido la Medalla de Oro de la Federación Gallega de Vela, y cuando sube a bordo del Bribón, el viejo barco de las gestas deportivas, su mirada parece recuperar algo de la juventud perdida.

No es el único miembro de su familia que frecuenta estas aguas. Como decíamos, la infanta Elena ha estado más de una decena de veces desde 2020. Ella comparte con su padre la pasión por la vela, pero también un vínculo emocional que ni los escándalos ni los silencios han erosionado. Margarita, su hermana, lo ha visitado la mitad de veces. También su sobrina María Zutita. La infanta Cristina, en cambio, prefiere Barcelona y para los encuentros discretos con su padre escoge Ginebra, donde reside. Allí a veces le hacenla ITV al antiguo Monarca.

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