Como escribió alguna vez un poeta, el deber pesa más cuando se convierte en hábito. Magdalena de Suecia, duquesa de Hälsingland y Gästrikland (nacida Madeleine Thérèse Amelie Josephine Bernadotte; 10 de junio de 1982), más conocida como Magdalena de Suecia, ha decidido que su deber ahora es otro: ser mujer antes que princesa. Y si algún día hay que ponerse el broche real, que sea por amor, no por calendario. Mientras tanto, que siga vendiendo cremas, haciendo volteretas fuera de cámara, y decidiendo, cada día, quién quiere ser. Este martes cumple 43 años.
En este nuevo aniversario, Magdalena no sopla velas con gesto oficial. Celebra un año lleno de decisiones íntimas, de cambios sutiles, de tanteos hacia una vida que no cabe en los márgenes de un retrato palaciego. Ha vuelto, pero no del todo. Ha emprendido, pero sin romper. Ha demostrado que se puede formar parte de la historia sin estar colgada en sus paredes.

En los grandes salones de Estocolmo, la ciudad que a vio nacer, donde aún flota el perfume de las recepciones reales y los ecos de valses olvidados, la figura de Magdalena de Suecia se desliza como un recuerdo que no termina de decidir si quiere ser presente o permanecer pasado. Hace un año, la hija menor del rey Carlos Gustavo regresó a su país tras seis años en Florida, con marido y tres hijos a cuestas, y un gesto de quien ha aprendido a vivir con la realeza doblada en el bolso como un pañuelo bordado: se lleva, pero no se enseña. En aquella ocasión, la Casa Real celebró su cumpleaños con una fotografía tan institucional que parecía querer anunciarnos algo más que una tarta y unas velas: el retrato posado, pulido, con los suyos bien peinados, tenía un aire de retorno no sólo geográfico, sino también simbólico. Magdalena volvía, sí, pero ¿a qué?
Hoy, doce meses después, se puede decir que no volvió al trono de los actos oficiales ni a la silla dorada de las obligaciones palaciegas. Volvió a su país, pero no al protocolo. Entró por una puerta lateral, con el sigilo de quien quiere estar sin que se note demasiado. Y mientras todos miraban a la princesa, fue la mujer —no la alteza— la que tomó el control.

Magdalena ha lanzado MinLen, una marca de cuidado de la piel desarrollada junto a la firma suiza Weleda
Con la naturalidad de quien cruza la frontera entre lo público y lo privado como quien cambia de vestido, Magdalena ha lanzado MinLen, una marca de cuidado de la piel desarrollada junto a Weleda, la firma suiza que predica el evangelio de lo natural desde hace más de un siglo. Y ahí está la paradoja: en un mundo en que las princesas suelen vender sueños, ella ha decidido vender cosmética. El gesto no es inocente ni discreto. Cada vez que un miembro de la realeza se adentra en el mundo del capital privado, la sospecha se cuela por debajo de la puerta: ¿está usando su nombre para beneficio propio? Magdalena lo sabía. Por eso, antes de que estallara el murmullo, ella y la Casa Real se apresuraron a desactivar la carga: el proyecto es personal, aclararon. No usa su título. No cobra asignación oficial. Firma con su apellido —Bernadotte, sin florituras— y no con el "Su Alteza Real" que aún duerme en los archivos de Palacio. En la presentación del proyecto, la princesa fue clara: su papel en la vida oficial seguirá siendo limitado, pero no cerrado del todo. "Si mi padre me lo pide, estaré ahí", dijo. Pero mientras tanto, prefiere crear empresas que cortar cintas. Porque desde hace años tomó una decisión: ser madre, ser esposa, ser emprendedora… y ser princesa sólo si la ocasión lo exige y el corazón lo permite.

Chris O'Neill: el consorte improbable
Y mientras Magdalena tantea el mercado de la cosmética, su marido, Chris O'Neill, el financiero americano que siempre huyó de los títulos como de una corbata mal anudada, ha dado un paso inesperado. En la reciente cena de gala por la visita de los mandatarios de Islandia, apareció por primera vez en un acto institucional sin carácter familiar. Con traje, gesto sobrio y presencia serena, parecía cómodo en un papel que juró nunca interpretar. No es probable que ahora quiera ser príncipe ni que se arrepienta de haber rechazado un título nobiliario que le habría obligado a renunciar a su carrera empresarial. Pero algo ha cambiado desde el regreso a Suecia. La distancia ya no sirve de excusa, y tal vez, entre reuniones de familia y cenas con jefes de Estado, haya encontrado un equilibrio: no estar demasiado, pero tampoco desaparecer.

Magdalena es una mujer atrapada entre dos fidelidades: la del deber y la de la libertad. En su voz, en sus gestos, hay algo que recuerda a esas heroínas nórdicas que cruzan el hielo con una determinación silenciosa. Nunca rompió con la monarquía, pero aprendió a bordearla. Nunca se alejó del todo, pero tampoco quiso vivir encerrada en sus rituales. Su regreso a Suecia, su inmersión en la vida privada y su paso empresarial no son una traición al trono, sino una respuesta moderna a una pregunta antigua: ¿se puede ser princesa sin vivir como tal? Magdalena parece haber encontrado la fórmula: estar cerca de la familia, lejos del boato; formar parte del linaje, sin dejar que éste defina su jornada.
No es casual que haya elegido la cosmética como primer proyecto. Hay algo simbólico en ello. El cuidado de la piel no es sólo una industria, es una metáfora: proteger la superficie para que no se agriete lo que hay debajo. Magdalena cuida su imagen, sí, pero también su libertad. Ha vuelto a casa, pero con condiciones. La princesa está en Suecia, pero su corona está guardada en una caja de terciopelo, por si acaso, por si un día, su padre la llama.
