La nieta concursante de Juan Carlos I no parece normalmente afectada por el desprecio de una parte de la opinión pública que ve a Victoria Federica Marichalar Borbón como el paradigma del disparate de una sociedad que premia al privilegiado de nacimiento aunque sus méritos personales, o sus valores humanos estén a la altura del betún. No parece afectada pero a veces presenta brotes de niñata trifásica, o sea, incoherente: incapaz de comprender que vivir de la fama y el apellido tiene algún inconveniente: como por ejemplo llamar la atención si vas a un restaurante.
La hermana de Froilán hace caja con todo lo que puede, dentro de la ley: concursa en televisión, acude a fiestas donde le pagan por asistir y posar, hace campañas publicitarias con Belén Esteban (se acerca a la plebe), va a desfiles de alta costura en París con papá, viaja a Abu Dabi para dar besitos a su abuelo y salir en la revista Hola, y ejerce de influencer. Ella vive la vida, viaja, disfruta y consigue mesa donde le place, a lo mejor sin tener que pagar la cuenta al irse. Ya no le hace falta la paga de papá y mamá ni la tarjeta black del abuelo emérito, experto en fundaciones benéficas y ahora expatriado en un país donde la mujer no tiene los derechos del hombre. ¿Pero qué importa?
El corazón de Victoria Federica rebosa pasión porque no olvidemos que los que nacen tocados con el tinte azul de la sangre aristocrática tienen las mismas necesidades (incluso fisiológicas), anhelos y deseos que los que tenemos la sangre roja. Ya lo dijo Shakespeare: cuando les pinchan sangran y Victoria Federica rebosa pasión y disfruta como mejor puede porque está más acostumbrada al placer que a las privaciones, al amor que al desamor, aunque de todo ha habido en el cuarto de siglo escaso que la cobija y es capaz de hacer sacrificios como ir a El Hormiguero sin la paga es buena.
VicMor, a diferencia de su padre y su madre, que no exhiben pareja desde que cesaron su convivencia, tiene el corazón contento. Esa víscera borbónica suya bombea ríos de emoción, está de nuevo ocupado. Los numerosos planes de la hija de la Infanta taurina con el empresario Borja Moreno (encantador, simpático, divertido, adorable, súper educado, muy profesional, muy discreto, según Beatriz Cortázar) han añadido aún más felicidad en el tarro de placeres de la sobrina de Felipe VI: su amigo especial ha acaparado todas las miradas junto a la royal y todo es guay excepto por un incidente sucedido en un restaurante de Madrid y adelantado por Informalia en primicia. Parece que anda nuestra joven royal algo sobreexcitada.
En el madrileño Roostiq Bar de la calle Barquillo, no el de Augusto Figueroa (los mejores torreznos de España), y uno de los favoritos de la trifásica VicMor, los comensales al verla con su noviete sacaron sus teléfonos móviles para hacerle fotos con su hombre. Ella, que vive ese dilema torturador, ese ser o no ser famosa, ser o no ser la que cobra por ir a la tele y salir en el Hola, luego flipa con que le quieran hacer fotos.
La pobre niña rica se levantó y pidió a los clientes que dejasen de hacerle fotos. Y tomar fotos a otras personas en un sitio privado es un crimen tal vez para algunos más despreciable y más prohibido que eludir el pago de impuestos o llevarse (presuntamente) las comisiones dobladas, o gastarse el dinero público en proteger y ocultar con guardias y seguridad los escarceos extraconyugales del abuelo don Juan Carlos.
A ella le gusta cobrar gracias a su apellido y su fama pero no que le tomen fotografías cuando está disfrutando de su nuevo amor, ese tal Borja Moreno, tan majo, amigo especial de la hija de la Infanta Elena que llena el corazón de Victoria Federica y pinta su sonrisa, un empresario adinerado del mundo de la noche.
Victoria Federica Marichalar Borbón, esa royal de enésima generación que ha entendido que la monarquía, si no es rentable, al menos debe ser entretenida, ha vuelto a darnos un episodio digno de su linaje. La muchacha, que no se conforma con ser sobrina del rey, nieta del emérito y concursante voluntaria de la historia reciente, ha decidido que el mundo entero debe contemplar su esplendor… Pero solo cuando ella cobra por ello.
Porque VicMor –nombre con el que la conocen los suyos, los de la jet set de medio pelo y los organizadores de fiestas con influencers a los que ya no les llegan para contratar a Georgina Rodríguez– no es de esas que malgastan su tiempo en cuestiones mundanas. Ella ha entendido que en esta vida se puede vivir de dos maneras: luchando como un ciudadano cualquiera, pagando facturas, presentando declaraciones de la renta, acumulando deudas y enfrentando adversidades, o haciendo caja con la herencia genética, esa que le otorga mesa en cualquier restaurante sin necesidad de pedirla y acceso a las portadas sin más esfuerzo que subirse a un caballo o posar con un bolso de lujo y una media sonrisa de desgana. Y así, entre eventos bien pagados, colaboraciones publicitarias con Belén Esteban y concursos televisivos de alto voltaje emocional, Victoria Federica se ha convertido en un icono posmoderno de la aristocracia reciclada. La que ya no reina pero sí factura.
Pero en esta tragicomedia rentable (para ella) que es la vida pública de VicMor, el corazón también tiene su espacio. Porque la aristocracia, aunque venida a menos, sigue enamorándose con la misma intensidad con la que algunos nobles evaden impuestos. Y ella, que en su corta existencia ha gozado más del amor que del desamor, tiene el corazón rebosante de pasión. Su más reciente alegría sentimental responde al nombre de Borja Moreno, ese empresario vinculado al mundo de la noche y con linaje financiero de pedigrí. Dicen que su historia de amor comenzó en Trocadero, ese paraíso donde la jet set marbellí va a confirmar que aún existe. Allí, entre copas de champán y miradas furtivas de futuros titulares en las revistas del corazón, nació la chispa. Ahora Borja ocupa su agenda sentimental, y Victoria Federica, con su habitual mezcla de espontaneidad y sentido del espectáculo, lo exhibe con la misma naturalidad con la que se cuela en los front rows de París o en los palcos del tenis en Madrid.
Un torrezno con derecho a veto
El amor va bien, la carrera como influencer progresa y los eventos no dejan de llamarla. Pero hay un problema: el populacho, esa plebe indiscreta que no ha entendido que la nobleza contemporánea ya no necesita reinos pero sí exclusividad. Ocurrió en Roostiq Bar, un local madrileño que no solo sirve los mejores torreznos de España. Allí, entre bocados de gloria crujiente y miradas furtivas, Victoria Federica se topó con un dilema filosófico de gran calado: si su imagen es un negocio, ¿hasta qué punto la tiene que regalar?
La escena fue digna de una zarzuela o un esperpento de Valle-Inclán. Los clientes del local, al reconocerla junto a su nuevo amor, hicieron lo que muchos con un móvil y una cuenta de Instagram haría: intentar captar el momento. Pero VicMor, que vive en la contradicción de querer ser famosa solo cuando hay dinero de por medio, se levantó indignada para pedir que dejaran de fotografiarla.
"Fotos no, please", o algo así debió decir, con ese refinado uso del inglés que manejan los nietos del rey Juan Carlos cuando el castellano no les basta para marcar distancia con la chusma. Y claro, la situación tuvo su gracia. Porque una cosa es ser un personaje público cuando el cheque está firmado y otra muy distinta es tener que soportar a los plebeyos jugando a paparazzi sin permiso. El incidente plantea una cuestión fascinante: ¿qué es más condenable, fotografiar sin permiso a una influencer real o haber pertenecido a una familia cuyo historial de escándalos haría sonrojar a cualquier dinastía de opereta y que te premien por ello con concursos y cachés cuando no con admiración forzada?
Porque si nos ponemos estrictos, la foto furtiva de VicMor es un pecado menor comparado con los desmanes financieros del emérito, las opacidades fiscales de ciertos primos o tíos y los contratos oscuros que flotan en la nebulosa monárquica. Pero, por lo visto, para Victoria Federica lo realmente imperdonable es que la inmortalicen sin su consentimiento mientras disfruta de un torrezno con su hombre. ¡Ay, la ley! El asunto, claro, es un dilema moral: la niña que cobra por ser famosa no soporta serlo cuando no hay un contrato de por medio. Quiere vivir de su imagen, pero en régimen de monopolio. Si alguien la captura sin su aprobación, sufre un ataque de dignidad y exige respeto por su intimidad. Pero, al mismo tiempo, se pasea por photocalls, se postula como modelo e intenta hacer de su apellido un activo publicitario.
La doble vara de medir
Victoria Federica forma parte de esa aristocracia que ha aprendido a sobrevivir en tiempos de república camuflada. Su mérito no es político, ni intelectual, ni siquiera estilístico. Su gran logro ha sido entender que en el siglo XXI la nobleza ya no se hereda, se monetiza. Y en esa estrategia hay reglas inquebrantables: Cobrar siempre que sea posible. La imagen tiene un precio, y quien la quiera debe pasar por caja. Hacerse la ofendida cuando conviene. La fama es deseable cuando es rentable, pero molesta cuando es gratuita y recordar que el escándalo es un motor de carrera. Un rifirrafe en un restaurante, una indignación pasajera o un gesto de celebritie ultrajada siempre suma puntos en la maquinaria del espectáculo.
Así que no nos extrañe si dentro de poco VicMor aprovecha el episodio para lanzar una campaña de concienciación sobre el derecho a la privacidad, una colaboración con alguna marca de gafas de sol para evitar fotos no deseadas, o incluso un monólogo televisado sobre lo difícil que es ser una royal en tiempos de redes sociales. Lo ocurrido en Roostiq Bar no es más que un capítulo más en la tragicomedia de una generación de nobles que han cambiado los palacios por los bolos en festivales, los ducados por los followers y las audiencias reales por las del prime time de Antena 3 y los contratos publicitarios. Victoria Federica quiere la fama, pero solo bajo contrato. Quiere la exposición, pero con tarifa. Quiere la devoción pública, pero sin los inconvenientes del escrutinio espontáneo. En definitiva, quiere lo mejor de los dos mundos: la reverencia de la monarquía y la rentabilidad de la farándula. El problema es que la historia nos ha demostrado que, en el juego de la notoriedad, no se puede tener todo. Y si decides vivir de tu imagen, debes aceptar que, a veces, los torreznos vienen con sorpresa.