Casas Reales

El lado ecologista del millonario duque de Westminster: así se enfrenta Hugh Grosvenor al cambio climático

El duque de Westminster y su mujer

La aristocracia británica cuenta con miembros donde el linaje y el poder financiero se entrelazan como las ramas de un viejo roble: el séptimo duque de Westminster, Hugh Grosvenor, camina por su reino con el aire de un terrateniente renacentista, aunque armado esta vez no con un catalejo, sino con tecnología láser y alianzas científicas. Este joven heredó una fortuna de 9.500 millones de libras esterlinas en 2016 (unos 11.400 millones de euros) tras la muerte de su padre y ahora (su fortuna ha aumentado hasta los 14.000 millones de euros) ha decidido observar sus vastas propiedades desde el aire con la precisión de un cirujano, no para medir riquezas, sino para escudriñar el pulso de la naturaleza que gobierna bajo su bandera. El duque de Westminster es un hombre moldeado por una tradición milenaria, pero también por la necesidad de adaptarse a los nuevos paradigmas. En sus manos, la riqueza de siglos parece buscar un propósito más allá de los muros de Belgravia o los pastos de las Highlands. Quizás, al final, Hugh Grosvenor no sea solo el custodio de un patrimonio histórico, sino también el arquitecto de un futuro en el que los ecosistemas, como los apellidos nobles, se conserven para generaciones venideras.

Hugh Grosvenor posee (entre otras propiedades repartidas por el mundo, incluida España) más de 50.000 hectáreas de terrenos por el norte de Inglaterra y las Highlands escocesas, donde la niebla parece pertenecerle tanto como los campos. Sin embargo, en un gesto que recuerda a esos nobles ilustrados que querían dejar algo más que apellidos resonantes, el duque ha comenzado un ambicioso estudio ambiental. Con aviones equipados con láseres y el respaldo de la Universidad John Moores de Liverpool, está realizando una radiografía minuciosa de sus dominios. El propósito no es otro que comprender el estado de la biodiversidad y del capital natural bajo su cuidado. "Estamos en una posición privilegiada para realizar este análisis profundo de la naturaleza", ha declarado Jo Holden, una empleada del multimillonario, directora de sostenibilidad de Grosvenor Rural Estates. La frase podría parecer una de esas declaraciones calculadas que adornan los informes anuales de las grandes fortunas, pero en este caso tiene un aire de autenticidad. En tiempos donde las palabras "biodiversidad" y "emisiones de carbono" se han convertido en moneda común, lo que el duque está haciendo tiene un peso inusual: es el primer privado que colabora a esta escala con una universidad para un estudio ambiental.

Mientras el paisaje rural se somete a una cartografía ecológica, en el corazón de Londres, el poder del duque se extiende por las elegantes calles de Mayfair y Belgravia, donde las fachadas blancas de sus edificios miran con arrogancia discreta a los transeúntes. Allí, posee la mitad del distrito, incluyendo joyas como la embajada estadounidense y la prestigiosa Gagosian Gallery. Sin embargo, recientemente vendió un 25% de su patrimonio inmobiliario a un fondo soberano de Noruega, un gesto que, para algunos, representa un movimiento estratégico en su vasto tablero financiero. Hugh Grosvenor, pese a su fortuna y su linaje, parece estar caminando sobre una cuerda tensa entre la tradición y el mundo moderno. Este joven de 33 años, cuya educación le cinceló en Eton y en las refinadas aulas de Oxford, no solo perpetúa un legado de poder terrenal, sino que lo acomoda a las exigencias del siglo XXI, donde hasta los duques deben rendir cuentas a la sostenibilidad y al escrutinio público.

El pasado mes de junio, el duque de Westminster añadió un nuevo capítulo a la crónica de su vida con una boda que podría haber salido de un cuento victoriano. En la catedral de Chester, bajo arcos góticos que parecían suspirar con los ecos de los siglos, Hugh contrajo matrimonio con Olivia Henson, una mujer cuya elegancia serena parece haber traído un soplo de humanidad a su título nobiliario. La ceremonia, que contó con la presencia del príncipe de Gales, se celebró entre amigos cercanos y figuras de la alta sociedad, y concluyó con un banquete en Eaton Hall, la residencia ancestral de los Grosvenor. Entre los invitados destacaban princesas, empresarios y esos apellidos que flotan en la historia como hojas en un estanque de agua tranquila. Allí, la pareja ofreció un pastel de limón a sus comensales, un gesto que podría leerse como un guiño a la dulzura contenida de su unión. Desde entonces, Olivia y Hugh han fijado su mirada en Chester, un lugar donde han prometido "echar raíces". En sus primeras apariciones públicas como duque y duquesa, se les ha visto visitando escuelas y organizaciones benéficas respaldadas por la Fundación Westminster, llevando consigo una imagen de sobria accesibilidad que contrasta con la magnitud de su fortuna.

Hay en esta historia un aire de teatro clásico: un joven aristócrata, heredero de una fortuna colosal, que decide redimir su poder a través de un compromiso con la tierra que lo sostiene. Sin embargo, como en todo drama, el trasfondo es más complejo. ¿Es este esfuerzo ambiental una auténtica vocación o una estrategia de relaciones públicas que busca alinear la imagen de la aristocracia con las exigencias del mundo contemporáneo? ¿Qué significado tiene vender una fracción del histórico patrimonio familiar a un fondo soberano noruego? Las respuestas, como el vuelo de los aviones láser sobre sus tierras, quedan suspendidas en el aire. Por ahora, el joven duque multimillonario y ecologista sigue su camino, alternando entre los lujos de Mayfair y los bosques salvajes de Escocia, mientras la historia observa, en silencio, si su vuelo láser traza el inicio de una nueva era o se pierde, como tantos otros, en la niebla del tiempo.

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