Juan Carlos I siempre está en boca de todos. No sería de extrañar que Broncano estuviera guerreando con Pablo Motos por tenerlo en La Revuelta, con lo mucho que el Emérito sabe de presiones, de berreas y de las dos Españas.
Broncano, Motos y cualquiera encuentra percha para el ex monarca de moda. Lo está por sus regatas en Sanxenxo, la fundación esa que tiene, las visitas de sus hijas, las infantas Elena y Cristina, o los comentarios de su nieto Froilán y las andanzas digitales de Victoria Federica, quien lo nombra en sus redes sociales. También lo está por ese beso que Ilia Topuria estampó en su calva tras ganar su último combate en Abu Dabi, un gesto que resumió su peculiar forma de trascender: tan popular como polémico. Pero si hoy el rey emérito acapara titulares es, sobre todo, por las sombras que le han acompañado antes y después de su abdicación en 2014. Su exilio en Abu Dabi, las fotografías y audios filtrados junto a Bárbara Rey, sus cuitas con Hacienda y, más recientemente, la querella presentada por varios exmagistrados en su contra por fraude fiscal, han añadido nuevos capítulos a una biografía que oscila entre la admiración y la controversia.
En medio de esta vorágine, emerge una inquietud que trasciende lo terrenal: ¿cómo se organizarán los funerales del hombre que fuera jefe de Estado durante casi cuatro décadas? A sus 86 años, y en perfecto estado de salud, el antiguo monarca parece menos obsesionado por saber dónde y como será enterrado que en contar su verdad en unas memorias que no le dejan publicar (¿Será por no enfadar a Broncano, que quiere primero vaya a su programa?)
Pero el Gobierno y por supuesto Zarzuela debe organizar el destino final de los restos de Juan Carlos I cuando muera. Deben establecer el protocolo que regirá su último adiós. Y si está ya organizado, debe saberse.
Morir en Abu Dabi no debería ser una opción. Esa posibilidad afecta al ánimo del Rey Emérito. En abril de este año, se publicó que Juan Carlos teme morir fuera de España.
El enigma del funeral real
En las monarquías, la muerte de un soberano no se improvisa. Isabel II, en su impecable afán por el orden, dejó diseñado cada detalle de sus funerales en la llamada Operación Puente de Londres. En Reino Unido, las exequias reales son tan planificadas como la propia vida de los monarcas, y ya existe un protocolo similar, la Operación Menai Bridge, para el príncipe de Gales. En España, sin embargo, el futuro ceremonial de Juan Carlos I parece envuelto en el misterio.
Tradicionalmente, los reyes de España han recibido sepultura en la Cripta Real del Monasterio de El Escorial, aunque su descanso final no es tan inmediato como podría imaginarse. Antes de ocupar el Panteón de los Reyes, los cuerpos permanecen décadas en el llamado pudridero, una estancia secreta bajo la basílica donde los restos se descomponen hasta perder humedad. Solo los monjes agustinos, guardianes de este proceso, pueden acceder a este espacio. Su función es reducir los cuerpos hasta que se adapten a las dimensiones de los minúsculos féretros de plomo que acogerán sus huesos para la eternidad: cofres de apenas un metro de largo por 40 centímetros de ancho.
El problema, como apuntan diversos medios, radica en que el Panteón de los Reyes ya no tiene espacio. La última plaza lleva inscrito el nombre de Juan III, en referencia al conde de Barcelona, padre de Juan Carlos, que falleció en 1993 y aún espera ser trasladado a su urna definitiva. Frente a esta saturación, se dice que el emérito ha planteado una solución: abrir una nueva cripta subterránea, conectada con la ya existente, para mantener El Escorial como el lugar de enterramiento de los Borbones. En Patrimonio Nacional ya existen planos preliminares para este proyecto, aunque no se ha avanzado en su ejecución.
El dilema de Juan Carlos I
El rey emérito no parece contemplar una alternativa a El Escorial, aunque la historia demuestra que no sería el primer monarca español en reposar fuera del monasterio. Ascendentes borbónicos como Felipe V y su hijo Fernando VI eligieron descansar junto a sus esposas, el primero en La Granja de San Ildefonso y el segundo, en el convento de las Salesas Reales. Sin embargo, cualquier decisión que implique modificar la tradición generará inevitablemente debate, máxime en un contexto en el que la figura de Juan Carlos sigue dividiendo opiniones.
Lo que parece evidente es que su papel en el diseño de su funeral es mucho más discreto que el de sus homólogos británicos. En Reino Unido, los monarcas tienen voz directa en la planificación de su despedida, algo que no parece ocurrir en el caso de Juan Carlos. ¿Acaso no se está contando con él para diseñar el operativo completo?
La eternidad como última batalla
Más allá del debate sobre su lugar de descanso, las preocupaciones de Juan Carlos reflejan un anhelo más profundo: la lucha por definir su legado. Su figura, que antaño simbolizó la transición democrática de España y el regreso a la estabilidad tras décadas de dictadura, ha quedado empañada por escándalos que desafían su memoria histórica. En este contexto, la forma en que se gestione su funeral será también una declaración de principios sobre cómo se le recordará.
La muerte de un monarca es, en última instancia, una cuestión de estado y de imagen. Y mientras el emérito navega entre regatas y polémicas, su verdadero combate se libra en el terreno de la posteridad, donde la balanza entre sus logros y sus sombras aún sufre los embates de la actualidad, escorándose sin resolverse del todo. Juan Carlos I sabe que en la eternidad los símbolos pesan más que las palabras. Y en este delicado tablero, el lugar donde repose su cuerpo será, probablemente, su último gran movimiento.