Evasión

Crítica de 'Romería': Carla Simón entre la memoria íntima y la ficción poética


Lucas del Barco

Con apenas tres largometrajes, Carla Simón se ha convertido en una de las voces más reconocibles del cine europeo contemporáneo. Sus películas, premiadas en Berlín y aplaudidas en Cannes, han situado a una autora en el centro del debate cinematográfico español. Sin embargo, la recepción de su obra nunca ha sido unánime: para algunos, su cine es un delicado ejercicio de sensibilidad; para otros, una propuesta sobrevalorada que se mueve siempre en el mismo terreno, el de la memoria íntima y la cotidianeidad. Su tercer filme, Romería, confirma ambas percepciones: es la culminación de un tríptico personalísimo y, a la vez, un nuevo recordatorio de los límites de un estilo que no gusta a todos.

Romería confirma que Carla Simón es una autora con sello propio, capaz de convertir lo vivido en materia poética. Su cine no es para todos: a quienes prefieran relatos más directos, con conflictos palpables y narraciones contundentes, les seguirá pareciendo un ejercicio sobrevalorado. Pero para quienes valoran la sutileza, el sosiego y la memoria convertida en ficción, esta tercera entrega resulta un cierre coherente y emocionante a una obra profundamente personal.

Carla Simón demuestra, de nuevo, que el cine puede ser una forma de hablar de lo íntimo sin caer en la nostalgia. Y aunque se le pueda acusar de repetirse o de moverse en un espacio narrativo estrecho, lo cierto es que pocas cineastas han logrado construir un universo tan reconocible en tan corto tiempo. Romería no es solo un viaje a Galicia, ni siquiera un ajuste de cuentas familiar: es un gesto de reconciliación con la memoria, un intento de dar forma a lo invisible. Y en ese gesto reside tanto su grandeza como sus límites.

La película parte de un motivo autobiográfico: Marina, alter ego de la directora, viaja a Vigo para obtener un documento de reconocimiento paterno que le permitirá conseguir una beca y estudiar cine. Ese viaje, que podría resumirse como un trámite burocrático, se convierte en un proceso de descubrimiento: Marina indaga en la figura de un padre muerto demasiado pronto, víctima del sida y del estigma, y se enfrenta a una familia paterna que lo ocultó con vergüenza. La joven se mueve entre recuerdos fragmentarios, voces familiares contradictorias y la lectura del diario de su madre, que funciona como pasadizo hacia un pasado reconstruido con ternura y dolor.

En ese planteamiento se concentra el cine de Carla Simón: un relato íntimo que nunca busca el gran gesto dramático, sino la vibración de lo cotidiano. Como ya hizo en Verano, 1993, donde narraba la orfandad de su infancia, o en Alcarràs, donde exploraba la vida rural marcada por el paso del tiempo, aquí vuelve a levantar su cine sobre la base de lo vivido. En ese sentido, Romería cierra una trilogía autobiográfica en la que la directora se desnuda emocionalmente.

La primera parte de la película mantiene el sello característico de Simón: luz natural, observación paciente, silencios que dicen más que los diálogos. Marina se encuentra con sus abuelos y tíos, encarnados por José Ángel Egido y Marina Troncoso, que transmiten la dureza de una Galicia atlántica en contraste con los tonos mediterráneos de sus anteriores filmes. La protagonista percibe tensiones, heridas nunca cerradas y una especie de incomodidad soterrada, como si todavía resultara peligroso hablar de aquel padre marginado por la enfermedad.

En este segmento, la directora se muestra fiel a lo que mejor sabe hacer: retratar lo íntimo con una epidermis sensible. Pero a medida que avanza la narración, Simón introduce un viraje sorprendente. La película se abre a lo onírico, a lo fantasmagórico, y entra en un territorio donde la memoria se convierte en invención poética. Es en ese tramo donde Romería alcanza sus momentos más conmovedores. Las cartas de la madre, convertidas en narración casi lírica, se transforman en imágenes que no buscan ilustrar, sino sugerir. La cineasta permite que lo real se diluya y deja espacio a lo imaginado: una forma de reconciliarse con quienes ya no están.

Ese atrevimiento constituye, quizá, la gran novedad del filme. Por primera vez, Carla Simón se atreve a escapar del naturalismo que la había definido. Y es en esa fuga donde se encuentra lo más emocionante de la obra. No obstante, también es donde se revelan las limitaciones de su estilo: quien no conecte con su sensibilidad puede sentir que la narración se pierde en un lirismo excesivo.

El peso interpretativo recae en la debutante Llúcia García, cuya frescura encarna con naturalidad la búsqueda de Marina. Su interpretación es más visual que dramática, sostenida por la cámara de Simón que la observa con paciencia. A su lado destaca Mitch Robles, músico y actor que aporta una presencia desbordante, aunque episódica. Todo el elenco se mueve en esa naturalidad buscada, que es a la vez virtud y riesgo: la verosimilitud nunca se rompe, pero a veces falta intensidad.

Romería transforma una memoria íntima en una experiencia colectiva. Simón habla de su propia familia, de sus padres fallecidos, pero el relato conecta con una generación marcada por la heroína, por el sida y por la vergüenza social de aquellos años. A la vez, pone en cuestión la hipocresía de una burguesía que silencia a sus "ovejas negras". Así, el filme combina lo personal con lo político, aunque siempre desde un tono íntimo y nada panfletario.