La historia de Lee Miller, la modelo y retratista que encarna Kate Winslet en su nueva película
- En 1927, la cara de Lee Miller apareció en la portada de Vogue, en blanco y negro, radiante, como si la juventud fuera una corona que solo ella podía portar sin esfuerzo
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Lucas del Barco
A veces, la belleza es una condena. Una mujer nace con el rostro perfecto, las facciones milimétricamente esculpidas para captar la luz, y de pronto se convierte en una estatua viva que otros moldean a su antojo. En 1927, la cara de Lee Miller apareció en la portada de Vogue, en blanco y negro, radiante, como si la juventud fuera una corona que solo ella podía portar sin esfuerzo. Pero la vida de Lee Miller no estaba hecha de seda y perfume, sino de sombras que cruzaban el umbral de su propia existencia.
Hay quienes atraviesan un espejo para descubrir otro mundo. Lee lo hizo para entender el suyo. Primero fue la niña que posaba para su padre en fotografías que hoy incomodan al ser observadas con otros ojos. Luego, la modelo en Nueva York, la musa del surrealismo en París, la amante de Man Ray, la testigo del horror en los campos de concentración nazis. Con cada disparo de la cámara, robaba y se dejaba robar, diseccionaba la realidad como si en cada imagen pudiera encontrar la verdad que le había sido negada.
Ahora, la actriz Kate Winslet ha querido recuperar esa vida para el cine en Lee, una película dirigida por Ellen Kuras y basada en la biografía escrita por Antony Penrose, el hijo de Miller. En la gran pantalla, la modelo se convierte en retratista, la víctima en observadora, el cuerpo perfecto en un alma fracturada. Pero para entender a Lee Miller hay que alejarse de la linealidad de los relatos y adentrarse en el laberinto de su propia construcción.
Lee Miller nació en Poughkeepsie, un nombre que suena a bosque frondoso y río tranquilo, pero que en su caso solo es el punto de partida de una historia que desafía los esquemas. Su padre, ingeniero y aficionado a la fotografía, la retrató desde niña con una devoción que hoy genera incomodidad. Las imágenes han quedado ahí, congeladas en el tiempo: una adolescente que posa con una naturalidad forzada, a veces con ropa, a veces sin ella, como si la mirada del fotógrafo buscara algo más allá de la piel.
Mucho se ha especulado sobre lo que ocurrió en esa infancia. Lo único cierto es que a los siete años, Lee sufrió una agresión sexual que marcó su vida para siempre. El trauma no se narraba en aquella época, pero se deslizaba entre las líneas de los diarios personales y las miradas perdidas. Tal vez por eso, cuando creció y se convirtió en modelo, quiso poseer su propia imagen. Entender el mecanismo que atrapaba la luz, dominar la técnica que convertía a las personas en objetos inmortales.
Nueva York la recibió como una promesa de modernidad. Sus rasgos simétricos y su melena rubia la convirtieron en la musa de los fotógrafos más prestigiosos de la época: Edward Steichen, George Hoyningen-Huene, Cecil Beaton. Se convirtió en la primera modelo en anunciar toallas sanitarias en una revista de gran tirada, pero también en la mujer que, con un solo parpadeo, podía transformar una fotografía en arte.
No quería ser la estatua, sino el escultor
Sin embargo, la pasividad de la modelo le pesaba. No quería ser la estatua, sino el escultor. París la esperaba con una lección diferente. Allí, el surrealismo la envolvió en su niebla de sueños y delirios, y Man Ray la convirtió en su musa y aprendiz.
Man Ray no era un hombre común. Se llamaba en realidad Emmanuel Radnitzky, pero había decidido reinventarse con un nombre que sonaba a electricidad y destello. En él, Lee Miller encontró a un amante, un mentor y, sobre todo, un rival. Aprendió de él la técnica del solarizado, esa especie de alquimia que transformaba los negativos en visiones etéreas, y poco a poco se atrevió a disparar su propia cámara.
Pero el amor entre artistas es una guerra de egos disfrazada de admiración. Cuando Lee comenzó a desarrollar su propio estilo, Man Ray sintió el vértigo del que ha creado a su propia competencia. Discutían, se separaban y volvían a unirse en un París que aún respiraba la resaca de los años locos. Juntos crearon imágenes que hoy son historia, pero su historia en común se desgastó hasta volverse insostenible.
Lee dejó a Man Ray y decidió demostrar que era algo más que una musa fugaz. Abrió su propio estudio fotográfico en Nueva York y se dedicó a retratar a la alta sociedad con la misma precisión con la que antes había posado ante las cámaras. Pero las luces de los salones neoyorquinos no la deslumbraban lo suficiente. Necesitaba moverse, reinventarse otra vez.
Su siguiente destino fue Egipto, donde se casó con Aziz Eloui Bey, un empresario que le ofrecía estabilidad y una nueva geografía para explorar. En las arenas del desierto encontró otra manera de mirar el mundo: la inmensidad de los paisajes, la soledad de las ruinas, el tiempo detenido en una fotografía. Pero el surrealismo nunca se alejó del todo, y en sus imágenes de Egipto aún latía el espíritu de París.
En Londres, bajo los bombardeos
Sin embargo, la calma no estaba hecha para ella. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Lee supo que su cámara debía estar en el lugar donde la historia se estaba escribiendo con sangre. Dejó la comodidad y se lanzó al frente como corresponsal de guerra.
En Londres, bajo los bombardeos, Lee Miller dejó de retratar vestidos y empezó a documentar la destrucción. Se convirtió en una de las pocas mujeres fotógrafas en la guerra, con una valentía que desafiaba los códigos de su tiempo. Cubrió el desembarco de Normandía, la liberación de París y, finalmente, entró en los campos de concentración nazis junto a las tropas aliadas.
Las imágenes que tomó en Dachau y Buchenwald no eran solo documentos históricos. Eran gritos visuales, testimonios de la barbarie que ningún adorno podía suavizar. Cadáveres apilados, miradas vacías, la sombra del Holocausto impregnando cada rincón. Lee Miller, la modelo que había sido símbolo de la belleza perfecta, ahora fotografiaba la cara más monstruosa de la humanidad.
Tal vez por eso, cuando la guerra terminó, algo en ella se rompió definitivamente. Las imágenes que había capturado la persiguieron durante el resto de su vida. Intentó ahogarlas en alcohol, en fiestas interminables, en recetas de cocina que aprendió con la misma intensidad con la que antes había manejado una cámara. Se casó con Roland Penrose, tuvo un hijo, pero nunca dejó de ser una exiliada de sí misma.
Las fotografías de aquellos años quedaron guardadas en cajas, en el desván de su casa de Inglaterra, como si esconderlas pudiera silenciar los recuerdos. No fue hasta después de su muerte que su hijo, Antony Penrose, las descubrió y entendió quién había sido realmente su madre.
Ahora, con la película Lee, su historia regresa para ser contada de nuevo.Kate Winslet la encarna con la determinación de quien sabe que está interpretando a una mujer que vivió demasiadas vidas en una sola. Y mientras el cine intenta capturar su esencia, las fotografías de Lee Miller siguen ahí, en blanco y negro, desafiando al tiempo.
Porque hay imágenes que no se desvanecen. Y hay mujeres que, aunque lo intenten, nunca podrán ser encerradas en un solo reflejo.