Si en la Edad Media Finisterre era el último puerto de tierra, algo similar debieron pensar los vikingos de Havoysund: una lengua de tierra al norte de Noruega que se interna osadamente unos cuantos metros en el mar. La última escala en la ruta de los drakkars antes de enfrentarse a la inmensidad y a la frialdad devoradora del Océano Ártico. ¿Quién dijo que el Fin del Mundo eran llamas y no un páramo helado?
Sin embargo, la costa de Noruega con la que limita también es un paisaje entrañable. Debido al menor avance de la mano del progreso y a los escasos focos de civilización asentados -los únicos capaces de soportar las extremas condiciones climáticas-, la fauna y flora campan a su antojo componiendo un paisaje de montañas nevadas durante el largo invierno, cubiertas de una pelusilla de hierba en verano.
Para que los turistas más valientes que se atreven a visitar esos fiordos tengan un lugar de reposo o donde asentarse, la empresa arquitectónica Reiulf Ramstad Arkitekter ha levantado el monumento Selvika: una muralla de piedra pulida en forma de espiral, como un pequeño laberinto de monolitos moderno, que se retuerce cobijando a los visitantes de la intemperie y brindándoles la oportunidad de levantar sus tiendas de campaña en un lugar resguardado.
Anclada a escasa distancia de la orilla, se puede acceder por la autopista 889, a quince kilómetros de Havoysund. La estructura se encuentra adecentada de tal modo que permite emplearla para distintas actividades: aparcar las bicicletas o los coches de forma segura, ir al baño y encender hogueras para cocinar o a modo de chimenea improvisada al anochecer. Además, las rampas de entrada y salida, y el suelo que recubre sus pasillos enroscados permiten el acceso de minusválidos. Así, podrán disfrutar de la belleza natural inhóspita que recuerda más bien a un paisaje lunar que a un microsistema terrestre. La cuna de los antiguos vikingos, un pueblo que nació de los hielos y reinó sobre los mares.
(imágenes: archdaily.com)
