Opinión

Economía e inestabilidad política


    Michael Spence, David Brady

    En los últimos 35 años, las democracias occidentales han experimentado un rápido aumento de la inestabilidad política, caracterizado por frecuentes cambios en los partidos gobernantes y sus programas y filosofías, impulsados al menos en parte por la transformación y las dificultades económicas. La pregunta ahora es cómo mejorar el desempeño económico en una época en que la inestabilidad política dificulta la implementación de políticas eficaces.

    En un artículo reciente, uno de nosotros (David Brady) mostró la correlación entre el aumento de la inestabilidad política y el empeoramiento del comportamiento económico, señalando que los países con un desempeño inferior a la media han experimentado la mayor volatilidad electoral. Más específicamente, esa inestabilidad se corresponde con una caída en la participación del empleo industrial o manufacturero en los países avanzados. Aunque la extensión de esa caída varía un poco entre países -ha sido menos brusca en Alemania que en Estados Unidos, por ejemplo- se trata de un patrón bastante frecuente.

    Especialmente durante los últimos 15 años, tecnologías digitales cada vez más poderosas permitieron la automatización y desintermediación de los trabajos administrativos y manuales ?rutinarios?. Con los avances en robótica, materiales, impresión 3D e inteligencia artificial, es esperable que los trabajos ?rutinarios? susceptibles de automatización sean cada vez más.

    El surgimiento de las tecnologías digitales también impulsó la capacidad de las empresas para gestionar eficientemente cadenas de aprovisionamiento mundiales con fuentes diversas, y aprovechar así la integración económica mundial. A medida que los servicios se tornaron cada vez más transferibles, cayó la participación de las manufacturas en el empleo, del 40 por ciento en 1960 a cerca del 20 por ciento en la actualidad. Pero en la mayoría de los países avanzados, el sector de los transferibles no generó mucho empleo, al menos no el suficiente como para contrarrestar la caída en las manufacturas.

    En Estados Unidos, por ejemplo, la generación neta de empleo en el tercio de la economía que produce bienes y servicios transferibles fue básicamente nula durante las últimas dos décadas. En parte debido a estas tendencias, la participación de la renta nacional destinada al trabajo, que creció en el período temprano de posguerra, comenzó a caer en la década de 1970. Aunque la globalización y las tecnologías digitales han producido beneficios de gran alcance al reducir el costo de los bienes y ampliar la gama de servicios disponibles, también han impulsado la polarización del empleo y del ingreso, causando una baja en la participación de los empleos de ingresos medios y un aumento en los de ingresos bajos y altos, partiendo así la distribución del ingreso. La magnitud de esta polarización varía entre los distintos países por la diversidad de sus sistemas de seguridad social y respuestas de política. Hasta 2008, cuando la crisis económica enturbió gran parte del mundo, las preocupaciones asociadas con la creciente desigualdad quedaban al menos parcialmente enmascaradas por un mayor apalancamiento, donde el gasto gubernamental y el efecto riqueza derivado del aumento del precio de los activos apoyaban el consumo de los hogares y estimulaban el crecimiento y el empleo. Cuando ese patrón de crecimiento se rompió, las condiciones políticas y económicas se deterioraron rápidamente.

    De manera visible, la caída del crecimiento y el empleo ha amplificado los efectos perjudiciales de la polarización del empleo y los ingresos. Más allá de los obvios problemas prácticos que esto genera, ha vulnerado además el sentido de identidad de muchos ciudadanos.

    En la era industrial de posguerra se podía esperar razonablemente ganar un ingreso decente, mantener a una familia y contribuir de manera visible la prosperidad general del país. Muchas personas relegadas al sector servicios no transferibles, con bajos ingresos y menor seguridad laboral, sufrieron una pérdida de su autoestima y un aumento del resentimiento hacia el sistema que generó ese cambio. No ayudó que ese mismo sistema rescatara al principal responsable de la crisis económica, el sector financiero, una decisión que expuso la descarada disparidad entre las exigencias y la justicia.

    Aunque la transformación económica impulsada por la tecnología no es algo nuevo, nunca ocurrió tan rápidamente, ni en la escalada que tuvo lugar durante los últimos 35 años, acelerada increíblemente por la globalización. Muchos ciudadanos, frente a los rápidos cambios en sus experiencias y destinos, creen ahora que existen fuerzas poderosas que operan más allá del control de las estructuras de Gobierno existentes, protegidas de la intervención de las políticas y, en cierta medida, están en lo cierto.

    El resultado es una amplia pérdida de confianza en las motivaciones, capacidades y competencia del Ejecutivo. No parece que este sentimiento se vea mitigado por el reconocimiento de la complejidad que implica el desafío de mantener los incentivos y el dinamismo mientras se intenta solucionar la creciente desigualdad (que, en su caso más extremo, socava la igualdad de oportunidades y la movilidad intergeneracional).

    Como señala Brady, durante el período más estable inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, los patrones de crecimiento fueron en gran medida benignos desde una perspectiva distributiva, y los partidos políticos se organizaron mayormente alrededor de los intereses del trabajo y el capital, recubiertos por los intereses comunes creados por la Guerra Fría. A medida que los resultados se volvieron cada vez más desiguales, se dio una fragmentación de intereses a lo largo del espectro electoral y eso condujo a la inestabilidad en los resultados electorales, la parálisis política y a cambios frecuentes en los marcos y la dirección de las políticas.

    Esto tiene varias consecuencias económicas; una de ellas es la incertidumbre inducida por las políticas que, como casi todo parece señalar, implica grandes dificultades para la inversión. Otra es una clara falta de consenso sobre una agenda para recuperar el crecimiento, reducir el desempleo, restablecer un patrón de inclusión y conservar los beneficios de la interconexión global.

    En otro nivel, es difícil no percibir esto como un ciclo destructivo que se retroalimenta. La inestabilidad política reduce la probabilidad de definir e implementar una agenda de políticas económicas razonablemente integral, coherente y sostenida. El bajo crecimiento, elevado desempleo y creciente desigualdad que resultan de ella alimentan la inestabilidad y la fragmentación políticas, que socavan aún más la capacidad de los funcionarios para implementar políticas económicas eficaces.

    Pero en otro nivel, estas tendencias pueden en realidad ser saludables, ya que incorporan las preocupaciones por la globalización, la transformación estructural y el Gobierno -que hasta el momento se han expresado principalmente en las calles- al sistema político. Este tipo de conexión directa entre las preocupaciones de los ciudadanos y el Gobierno es, después de todo, una fortaleza central de la democracia.

    Cuando un país en desarrollo queda atrapado en un equilibrio sin crecimiento, generar un consenso sobre una visión progresista para el crecimiento inclusivo es siempre el primer paso crítico para lograr un mejor desempeño económico e implementar las políticas que lo permitan. Eso han hecho los líderes más eficaces. El principio es el mismo para los países desarrollados. Nuestra mayor esperanza reside en que los líderes actuales lo entiendan y se adhieran a él, poniendo en juego sus energías creativas para lograr una nueva visión que lleve a sus países a la senda de una mayor prosperidad e igualdad.

    (Artículo de Michael Spence y David Brady para Project Syndicate)