Opinión

Sánchez se suma al acoso a la Corona


    Víctor Arribas

    Los debates sobre la efectividad o la demora en las medidas contra el coronavirus parecen haber sucumbido en este primer tercio del mes de julio a nuevas controversias en la política española. Los flagrantes errores y las manipulaciones del gobierno en los meses de la enfermedad se han traspasado a las comunidades a las que compete ahora todo el dispositivo, por lo que el foco de atención se desvía a asuntos con más rendimiento de imagen y si puede ser también rendimiento electoral, que este domingo hay elecciones en Galicia y el País Vasco. Por eso resurge el viejo anatema antimonárquico, fuertemente impulsado por las investigaciones de la justicia suiza contra el anterior Jefe del Estado que son maná para la causa que pretende derribar la Corona en un plazo no mayor a una década, y si puede ser en la mitad de ese tiempo.

    Hemos asistido estos días, ante la publicación de los detalles que parecen condenar a Juan Carlos I sin que sea necesario juicio alguno, al apoyo envenenado que el presidente del gobierno ha dado en público al Rey Felipe VI, flaqueado por los calculadísimos calificativos de "inquietantes y perturbadoras" dirigidos a esas noticias sobre su antecesor. Un apoyo que encierra una estrategia clara y obcecada de ir minando la confianza de los españoles en la institución monárquica

    Cuídese, majestad, de esos apoyos envueltos en papel de caramelo. Es como la advertencia del ciego a Julio César: cuídese de los idus de marzo porque irán a por usted sin miramientos. El presidente ha dado sobradas muestras, en los seis años que lleva en la primera línea política, de que es capaz sin inmutarse de decir una cosa y estar pensando o defender exactamente la contraria. Cuando un miembro del gobierno salvaguarda el papel y la utilidad de la monarquía, en La Zarzuela deberían poner a remojo sus barbas.

    La propuesta lanzada por Pedro Sánchez en uno de sus medios favoritos es para quitar el aforamiento al actual monarca, y no al Emérito. O a los dos a un tiempo. Y de esa forma abrir la puerta a una reforma constitucional más amplia que contemplara el cambio del modelo de Estado de una monarquía parlamentaria a una república hecha a imagen y semejanza de la frustrada el pasado siglo. El sueño de la izquierda española, la radical de Iglesias y la radicalizada de Sánchez, es culminar su afán de revisionismo histórico hasta ahora obsesionado con los nombres de las calles, las estatuas y los restos del dictador, con la consecución de un modelo republicano como el que fue interrumpido en el levantamiento militar de julio de 1936.

    Lo inquietante de esta situación no es que el PSOE y Podemos, junto a todo el numeroso coro antiespañol de la Cámara, se hayan propuesto iniciar el camino de la reforma del Estado en un momento de muda y de crisis social, económica, institucional y política. Las dos mayorías de dos tercios consecutivas que exige la Constitución, con convocatoria de elecciones de por medio, hacen hoy por hoy imposible que esa ensoñación de retorno al pasado se convierta en realidad, si los escaños conservadores de PP, VOX y quién sabe si Ciudadanos se oponen a la aventura republicana. Lo realmente inquietante es que, atenazado por los miedos de nuestro tiempo, incluido el actual a la enfermedad planetaria, y maniatado por una progubernamental oferta informativa casi monopolística salvo honrosas excepciones, el pueblo español daría hoy con alta probabilidad portazo a la institución que tantos servicios le ha dado en el camino hacia la libertad. No olvidemos que además de esas dos mayorías reforzadas, es necesario aprobar en referéndum la modificación. Afortunadamente, los Padres de la Constitución, de todos los colores políticos que había en aquellos tardíos años 70, fueron sabios al evitar dejar en manos como las que ahora dirigen el país la decisión exclusiva sobre la Monarquía como símbolo de la democracia española.

    Tras los idus de julio vendrá agosto con unos días de descanso, y el presidente Sánchez podrá reflexionar sobre el camino que ha emprendido junto a su desaconsejable socio de conveniencia, y posiblemente lo haga mirando al Océano Atlántico desde la residencia de La Mareta, en la isla de Lanzarote, cedida por Juan Carlos I a Patrimonio Nacional tras haberla recibido como regalo del rey Hussein de Jordania.