Durante años, mientras en los pasillos del Congreso las corbatas se apretaban más que las verdades, una joven periodista tomaba notas con letra urgente. Sonsoles Ónega recorría aquel territorio de taquígrafos y traiciones con la mirada afilada y los tacones firmes, como si en cada esquina pudiera encontrarse con la Historia. Y allí, en ese páramo de retórica y ley seca, alguien la miraba desde el otro lado de la pantalla, desde el Olimpo del informativo: Pedro Piqueras.
Él ya era el periodista que llevaba el mundo en las sienes. Llevaba la voz del telediario, la compostura de un notario y la paciencia de un santo manchego. Ella era apenas una cronista con hambre de crónica, pero el flechazo profesional fue mutuo, tácito, eterno. Años después, en un plató templado como una sobremesa familiar, ambos se reencuentran en una entrevista que acaba siendo una confesión generacional. Allí entendemos que Sonsoles, en realidad, no sueña con ser presentadora de un programa de tarde. Sueña con ser Pedro Piqueras. O al menos, con parecerse a su alma.
Cincuenta y un años dan para muchos telediarios, pero también para muchas ausencias. Piqueras, con esa voz que parece llevar siempre detrás un órgano de iglesia y un poco de humo de chimenea, lo confiesa con la calma de quien ya no tiene nada que demostrar: "Mi mujer me dijo que por fin me veía reír". Porque dar las noticias, dice, era vivir con los muertos en el bolsillo. Y eso no se va de la piel ni con agua caliente.
Mientras habla, Sonsoles sonríe con una mezcla de admiración y ternura, como si en cada frase hubiera una lección que hubiera esperado media vida para escuchar. Le recuerda que su padre quería que fuera botones de banco, no presentador. Que fracasó en el examen de matemáticas. Que perdió esa carrera absurda por un enchufe mal conectado. Y entonces Piqueras, como un Cervantes con corbata, vuelve a mostrar a la ganadora del Premio Planeta que el fracaso también escribe biografías gloriosas.
Cuando hablan de los grandes del periodismo —Rosa María Mateo, Carrascal, Olga Viza— Piqueras lo hace como quien habla de los apóstoles con los que compartió vino y miedo escénico. Sonsoles, por su parte, escucha con la pasión de una niña que en lugar de muñecas coleccionaba eslóganes de telediario. "¿Qué tenía esa generación?", pregunta. Y él responde con nostalgia: "Nos conocía todo el mundo. Éramos uno con la televisión pública". Hoy, cada canal es un feudo y cada noticia un campo de minas.
Pero entre tanto dato, tanto poder, tanta guerra cultural, el manchego de voz aterciopelada sigue cultivando rosas. Literal. Las rosas del jardín, no las de ningún partido. Las riega como quien riega las derrotas. Y si alguna vez el presentador parece demasiado serio, demasiado estoico, el truco es un alfiler en la pierna. Sí, un alfiler. Para no reírse al dar una noticia absurda. Para no dejar que el alma se escape por la risa cuando debe quedar dentro de la camisa blanca.
Pedro, ese hombre que parece haber nacido ya con el nudo de la corbata hecho, habla también de sus nervios, de su miedo escénico. De cómo una psicóloga le enseñó a reírse del miedo imaginando que se desmayaba en directo y lo sacaban en camilla. Así, con humor, aguantó 34 años más. El secreto del periodismo serio es que todos los presentadores tienen el pánico de un actor amateur. Y lo llevan oculto bajo la mesa del plató, junto al alfiler y el vaso de agua.
Sonsoles, con ese brillo en los ojos que solo dan los recuerdos en blanco y negro, le habla del libro que Piqueras ha dedicado a su padre. Y él, que siempre quiso estar más tiempo en Albacete, recuerda cómo evitaba pasear con su padre si este sacaba del bolsillo un recorte de periódico con su cara. La fama pesa más en casa que en la tele. Y el amor, cuando se disfraza de orgullo, también puede incomodar. Pero al final, entre declaraciones, noticiarios y calles manchegas, lo único que le duele, a sus casi 70 años, es no haber caminado más tiempo a su lado.
En ese sofá de luces cálidas, Sonsoles Ónega no entrevista a un colega. Entrevista a su espejo. Porque hay algo en Piqueras que trasciende las noticias: una dignidad sin aspavientos. Una templanza que no necesita trending topic. Una tristeza elegante. Y, sobre todo, una manera de contar el mundo sin mancharse del todo.
Ahora lo sabemos. Sonsoles de mayor no quería ser princesa, ni reina de las tardes. Quería ser Pedro Piqueras. Con su camisa blanca. Su corbata discreta. Y ese gesto de quien, pese a todo, sigue creyendo que contar la verdad merece la pena. Aunque te pinches con un alfiler para no reírte. Aunque te duela el alma. Aunque nadie te ponga una estatua. Aunque no tengas Pasapalabra para salvarte el dato de audiencia.
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