Hubo un tiempo en que el nombre de Belén Esteban se erigió como sinécdoque de lo que algunos denominaron "telebasura". En aquel entonces, los más pudorosos se escandalizaban con la exposición mediática de una mujer que, sin otro mérito que haber sido la novia de un torero, había logrado convertirse en la musa del cotilleo. Sus gritos, sus broncas, sus lágrimas televisadas y su peculiar oratoria fueron el aderezo perfecto para convertirla en el estandarte de una televisión que se despojaba de cualquier veleidad cultural o ética. Belén Esteban no era cantante, ni deportista, ni científica, ni escritora; era, simplemente, el espejo roto de una sociedad ávida de banalidad. Se erigió en fenómeno social y en proveedora de expresiones tan populares como "Ni que fuera yo Bin Laden" o aquella de "Andrea, cómete el pollo".
Pero no nos engañemos: la figura de Belén Esteban, a quien admiramos en muchos aspectos, no es el verdadero problema para quienes defendimos sus méritos o su rentabilidad cuando la intelectualidad más amargada juraba ver documentales en La 2 después de comer y negaba el pan y la sal a los pobres guiñoles que se sacaban los ojos por dinero con tanta intensidad como si cada tarde se acabara el mundo. Tener a Belén Esteban en la televisión pública no tiene importancia, no es un problema pero sí es el síntoma. Su ascenso al estrellato en la época de los 'belenazos' fue el reflejo de un entramado mediático que, capitaneado por Telecinco y sus intrépidos alquimistas de audiencias, supo convertir la frivolidad en oro, lo efímero en permanente. Los 'belenazos', como se bautizaron sus apariciones estelares, no solo garantizaban ratings estratosféricos sino que lograban, además, instaurar en el imaginario colectivo la idea de que el escándalo, la confrontación y la miseria emocional eran moneda de cambio aceptable en el gran bazar televisivo. La industria del entretenimiento, convertida en un Coliseo donde los gladiadores no blandían espadas sino biografías descarnadas, escatologías, ataques a personas que pasaban por allí, hizo de Belén Esteban su máxima exponente junto con Jorge Javier Vázquez. Los productores de todo decían que Belén era la "copresentadora".
El caso de Belén Esteban como arma de Broncano en la pública podría haberse quedado relegado a la esfera de lo anecdótico, un capítulo más en la saga de degradaciones culturales que nos ofrece la televisión pública. La irrupción de esta iconografía en Radio Televisión Española, financiada con el dinero de todos los españoles, trasciende lo anecdótico para convertirse en una cuestión política y cultural de primer orden. No es solo que RTVE haya abierto sus puertas a figuras como Esteban o a dinámicas propias de formatos como Sálvame, sino que lo ha hecho bajo la bandera de un supuesto "servicio público". ¿Qué servicio público presta una televisión que reproduce las mismas fórmulas que sus competidoras privadas? ¿Qué sentido tiene gastar 1.300 millones de euros al año en un modelo de programación indistinguible del que ofrecen, gratuitamente, las cadenas comerciales?
La respuesta no es sencilla, pero apunta a un fenómeno más amplio: la progresiva 'salvamización' del espacio público. Esto no se limita a la televisión; alcanza todos los ámbitos de nuestra vida colectiva. Vivimos en una época en la que el espectáculo ha invadido la política, la cultura e incluso el debate ciudadano. La figura de Belén Esteban, antaño relegada al circo mediático de las privadas, primero Antena 3 y luego Telecinco, ahora encuentra acomodo en la televisión pública como un emblema de esta nueva normalidad: la trivialización de lo importante y la exaltación de lo nimio. La televisión pública valenciana y otras muchas que emitieron Tómbola tuvieron que bajarse de ese carro al que se sube en 2025 la gran TV pública de España.
De la cultura al ruido
En otro tiempo, RTVE se jactaba de ser una herramienta para elevar el nivel cultural de la ciudadanía. Los informativos buscaban ser imparciales, programas como La Clave alimentaban el debate crítico y los espacios dedicados a la música, el teatro o la literatura ofrecían un refugio frente al tsunami de banalidad que inundaba otras frecuencias. Hoy, en cambio, RTVE parece haber abdicado de esa responsabilidad. Con fichajes y contenidos impropios de una cadena pública, TVE se rinde ante la dictadura de las audiencias y se pliega a las mismas dinámicas de confrontación y espectáculo que otrora al menos no costaban dinero público.
No es casual que este giro se produzca en un contexto político marcado por la polarización y la crispación. Los gestores de RTVE, conscientes de que el ruido vende, han optado por competir en el mismo terreno que sus rivales privados. Pero lo que podría justificarse en el ámbito de una empresa privada como Mediaset, cuyo único objetivo es maximizar beneficios, resulta inadmisible en una institución financiada con fondos públicos. Cuando RTVE copia los peores vicios de Telecinco, no solo traiciona su misión, sino que priva a los ciudadanos de un espacio donde encontrar alternativas a la dictadura del entretenimiento vacío.
La trivialización de lo público
Lo que hace RTVE no debe analizarse de forma aislada, sino como parte de un proceso más amplio de descomposición de los valores que, en teoría, deberían sustentar la esfera pública. Lo que se juega en esta batalla no es solo la calidad de la programación televisiva, sino el modelo de sociedad que queremos construir. Cuando una televisión pública renuncia a ser un faro cultural para convertirse en un eco de las dinámicas comerciales, lo que está en juego no es solo el prestigio de una cadena, sino la capacidad de una nación para preservar un espacio común donde prime el interés general sobre el interés particular.
Estamos ante una crisis más profunda: la incapacidad de nuestras instituciones para resistir el envite de una cultura del espectáculo que ha convertido la política, la cultura y la televisión en un gran Sálvame. Y, como espectadores de esta decadencia, cabe preguntarse: ¿seguiremos siendo cómplices pasivos de esta deriva o encontraremos el valor para exigir que no le digan al espectador "¡cómete el pollo!"?
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