Televisión

La pregunta socrática a Iker Jiménez: ¿Qué beneficio tiene la verdad si inventarla da más audiencia?

Es un fenómeno digno de estudio paranormal, con el estilo más puro de Iker Jiménez: cómo un hombre logra convertirse en el chamán de las medianoches a base de vender preguntas sin respuesta, respuestas sin preguntas y un par de psicofonías con eco dramático. La destreza de este ilustre aventurero no reside tanto en desentrañar misterios como en inventarlos. Su mesa de debate es un Stonehenge de cartón piedra donde los colaboradores, bajo la luz tenue y el humo de incienso metafórico, ofician una misa solemne a la confusión.

Iker, a quien podríamos llamar con cariño el Indiana Jones del clickbait, ha transitado desde los fantasmas que chillan en las cintas de cassette hasta los conspiranoicos que gritan en Twitter. Porque, admitámoslo, escudriñar las estrellas en busca de platillos volantes requería demasiado telescopio y paciencia. Mucho más eficiente es detectar conspiraciones con el ojo desnudo, preferiblemente desde el sofá de un plató iluminado como si el apocalipsis estuviera a la vuelta de la esquina (o al menos al final de la publicidad).

Hace años, Jiménez era un cuentacuentos inofensivo. Nos vendía anécdotas de extraterrestres que aterrizaban en maizales como quien reserva hotel en Booking, o de vírgenes que lloraban sangre porque, evidentemente, tenían que hacer algo más interesante que quedarse quietas. Todo ello con una verosimilitud tan ligera como un orbe flotante. Pero en algún momento, su brújula del misterio apuntó hacia tierras más tenebrosas. Hoy, los alienígenas han sido reemplazados por conspiraciones globales. Los espíritus del más allá han dado paso a los fantasmas de un presente en el que todo, desde una vacuna hasta un fenómeno meteorológico, es sospechoso de ocultar "algo".

En este nuevo milenio de conspiraciones, el universo de Iker se ha reconfigurado como un campo gravitatorio donde la verdad es un agujero negro. Su programa no busca desentrañar enigmas: los fabrica. ¿Que el espectador duda de algo? Pues que dude más. Esa es la consigna. No importa si la duda gira en torno a extraterrestres o a "los poderes oscuros" que, según sus tertulianos, manejan el mundo cual partida de Risk. La clave está en avivar la hoguera, echar un par de troncos y luego quejarse del humo.

Es fascinante cómo su talento para dramatizar lo anodino le ha permitido montar todo un negocio. Iker es un alquimista del pánico: transforma hechos insignificantes en teorías apocalípticas, con una teatralidad que haría sonrojar a un actor de culebrón. Donde otros ven contrails, él ve mensajes alienígenas. Donde otros ven medidas sanitarias, él detecta complots orwellianos. Es una suerte de Nostradamus posmoderno, aunque con menos verso y más prime time.

Pero lo realmente admirable, en el fondo, es su capacidad para polarizar. Su programa es un masterclass de manipulación emocional: aquí un vídeo alarmante, allá un tertuliano gritando; un titular que huele a catástrofe, otro que sugiere que el fin del mundo es patrocinado por "ellos". Todo sazonado con ese aire de indignación que solo puede provenir de alguien que ha mirado al abismo y ha decidido comercializarlo.

El mérito de Jiménez no radica en descubrir la verdad, sino en desdibujarla hasta convertirla en un holograma de mil caras. En su universo, las cosas no son blancas ni negras: son un caleidoscopio de grises, convenientemente empaquetados para generar audiencia. Y así, mientras nosotros nos debatimos entre si lo que dice es verdad o mentira, él sigue trazando círculos en el campo de Mediaset. Círculos que no explican nada, pero que venden muy bien.

Si Sócrates estuviera vivo, seguramente estaría encantado de ir a Horizonte y hacer la pregunta más incómoda de todas: "Iker, ¿qué ganancia tiene buscar la verdad, si puedes inventarla con mejor rating?". Pero claro, Sócrates no tiene un contrato en televisión. Iker sí. Y en eso, aunque no lo parezca, está toda la diferencia.

WhatsAppFacebookTwitterLinkedinBeloudBeloudBluesky