Cuando Francesca Thyssen nació, el mundo era aún un tablero de ajedrez donde las princesas no soñaban con casarse por amor sino con perpetuar el linaje, consolidar la dote y mantener en equilibrio los escudos de armas. Hija del barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza y de una modelo neozelandesa que parecía salida de una película de Visconti, Francesca creció entre cuadros de Holbein y cenas de embajadores, tocando los bordes de la realeza sin mancharse nunca del todo las manos con su barro.
Ahora, a los 67 años, se casa por segunda vez. Y esta vez lo hace con un actor alemán casi dos décadas más joven, Markus Reymann, un hombre que antes de convertirse en su compañero de vida, fue su aliado en el arte, su cómplice en el océano y, según cuentan, su igual en la lucha contra la mediocridad del mundo. La noticia no la filtró ningún palacio, ni la coló en una gala benéfica ningún conde ocioso. Fue la periodista María Eugenia Yagüe quien el 2 de mayo avanzó el acontecimiento. Más tarde, la propia "hijastra" de Tita Cerverra lo confirmó. Luego hemos sabido que alrededor de ciertas facciones de los Thyssen, se murmuraba entre pasillos que Francesca y Markus no solo compartían una fundación de arte, sino también las sábanas, las ideas y el deseo de envejecer juntos. La confirmación oficial llegó a través de un comunicado enviado desde el museo, como si el amor necesitara ya de boletines institucionales para ser creíble. Poco a poco vamos sabiendo del actor y músico que se enamoró del mar en la casa de verano de su abuela en Escocia. La hija del barón Thyssen y su tercera esposa, la modelo Fiona Frances Elaine Campbell-Walter, ya estuvo casada con Carlos de Habsburgo-Lorena, con el que tuvo tres hijos.
"Mientras nos preparamos para celebrar nuestra boda este octubre, queremos expresar nuestro más sincero agradecimiento"
"Mientras nos preparamos para celebrar nuestra boda este octubre, queremos expresar nuestro más sincero agradecimiento", escribieron los novios, que pidieron también privacidad, esa joya tan rara entre quienes habitan los escaparates del linaje. La historia entre ambos parece un guion escrito en aguas profundas. Él, Markus Reymann, actor de vocación intermitente, nadador en su juventud y ecologista por convicción. Ella, mecenas de causas nobles, directora de la Academia TBA21, y princesa contemporánea que cambió las tiaras por las instalaciones artísticas y los salones barrocos por santuarios marinos. El punto de unión: el mar. Juntos fundaron en 2011 una academia para trenzar el arte con la ciencia, con sede en Venecia, donde también se celebrará la boda, como avanzó Yagüe. Una abadía como altar y el murmullo del Adriático como único coro.
Entre las obras de Halley y los ecos de Turner, Francesca ha dado forma a una vida que ha sabido transitar entre la opulencia heredada y el compromiso adquirido. Aquel palacio de Lugano donde su padre le enseñó que coleccionar no es poseer, sino preservar, fue su verdadera universidad. Allí entendió que el arte es una forma de poder más duradera que cualquier título nobiliario. Antes de Markus, Francesca fue esposa del archiduque Carlos de Habsburgo-Lorena, nieto del último emperador de Austria. Aquel matrimonio, celebrado en 1993, parecía una escena salida de Sissi emperatriz. Pero la Historia, que a veces juega con las dinastías como si fueran piezas de Lego, no aguantó la presión. Se separaron en 2003, sin estridencias, con la elegancia de quien sabe que el afecto no se impone por decreto. Tuvieron tres hijos: Leonor, casada con un piloto de carreras y hoy trabajando en la fundación de su madre; Ferdinand, piloto él mismo; y Gloria, la benjamina, que vive entre Viena y Madrid. Con ellos, Francesca mantiene una relación cálida, íntima, casi bohemia. No es raro verla compartir sus logros en Instagram, como una madre orgullosa, pero con filtro de museografía. Reymann, por su parte, ha recorrido otro tipo de salones: los del activismo ambiental. Desde su puesto como director de Ocean Space, ha conseguido que en Jamaica —tierra que Francesca frecuentaba de niña— la biomasa aumente un 200%. No es una cifra romántica, pero lo dice todo. En ese santuario marino, el amor por el planeta se convierte en legado.
Se casa una coleccionista de vidas, una princesa del siglo XXI que prefiere el coral a los diamantes
Pocos sabían que Markus fue también actor. De hecho, rodó un par de películas —una islandesa, otra sátira de Hollywood— que pasaron discretamente, como todo lo que ha hecho fuera del agua. Pero fue suficiente para saber que el escenario no era su casa. Su verdadera vocación se reveló en el silencio de los arrecifes, no en la alfombra roja. A la ceremonia, se espera que asistan Borja Thyssen y Blanca Cuesta, cuya relación con Francesca siempre ha sido amable, sin el veneno que a veces emponzoña a los parientes por herencias y murales.
Está por ver si asistirá Carmen Cervera, la baronesa viuda del barón Thyssen y madrastra de la novia. En otro tiempo, las dos mujeres estuvieron enfrentadas por la gestión del legado familiar, pero desde hace unos años han sellado una tregua que parece auténtica. Francesca no solo la invita, sino que la elogia públicamente. La reconciliación tuvo su retrato oficial el pasado octubre, cuando la familia posó unida en la inauguración de la exposición de Peter Halley. Una foto que vale más que cualquier testamento. La novia vive ahora en el centro de Madrid, pero también tiene casas en Croacia, Suiza, Londres y Jamaica. Lejos quedan sus días de modelo juvenil, cuando compartía fiestas con Jerry Hall en Nueva York. Aquel mundo de lentejuelas ha dado paso a otro más silencioso, donde los valores cotizan en forma de arte contemporáneo y biología marina. Francesca Thyssen se casa en octubre. No lo hará en Viena ni en la residencia familiar de Lugano. Lo hará en una abadía veneciana, rodeada de agua, como si el amor fuera una balsa. No llevará corona, ni habrá marcha nupcial. Tal vez solo música experimental y el sonido de las olas.
Pero que nadie se engañe: no se casa una mujer cualquiera. Se casa una coleccionista de vidas, una princesa del siglo XXI que prefiere el coral a los diamantes, los manifiestos a las reverencias, y que ha decidido que esta vez el amor no será un pacto de Estado, sino un acto íntimo de fe. Y eso, en los tiempos que corren, es un gesto revolucionario.